El cine es como debería ser la vida, dicen. Pero ese "dicen" incluye a gente como Santiago Segura, con lo que el mensaje necesariamente se difumina. Porque, además, la máxima la dejaba caer alegremente mientras presentaba Torrente 3. Uno de tantos comentarios hechos con mucho tiempo por delante para hablar con la prensa, ya que para eludir las críticas hacia esa tercera parte propuso un aperitivo para periodistas con el que saltarse la proyección preceptiva con la excusa de que los allí reunidos podían pirateársela (sí, eso merece otra historia).

La cosa es que a lo largo de esa desorientada mañana, entre pinchos también confesó amar al cine con verdadera pasión. Citaba sus clásicos, a los grandes nombres… todo mientras presentaba “aquello”, su tercer Torrente, una muestra de humor escatológico-chusco-castizo que en la primera embestida, con algo de autoría y coherencia dentro de sus límites, se ganó simpatía del público. Antes de convertirse en una extensión de Crónicas Marcianas en la segunda para demostrar en la tercera que no es todo cosa de presupuestos y recursos, que un poco de talento no viene mal.

Pero volviendo a ello, lo de que el cine debería ser como la vida, esa declaración se refiere a muchos aspectos. A los tiempos muertos que puede omitir una película (vale, algún director para gafapastas filma el sopor para que estos se flagelen con aquello de la cultura elitista –véase rancia –, pero mejor dejar a estos retocando su aureola), a las frases medidas, a que las relaciones nacen y acaban rematadamente bien (o si han de hacerlo mal, lo hacen con estilo). Se refiere también a esos lugares en que el orden se manifiesta incluso cuando no se manifiesta, a sus atmósferas y bandas sonoras adecuadas para ilustrar el momento.

En la vida las cosas no suceden bajo un guión. Puede que la realidad supere a la ficción, pero cuando lo hace, lo hace de forma más vulgar. Le falta como mínimo un director de fotografía y un tipo midiendo las frases. Ese conjunto es uno de los elementos que le da sabor, clase y sentido al cine. A lo que hemos entendido como cine. A una lección formal de cómo diseñar nuestros sueños, una guía para el montaje de nuestra imaginación.
A un conjunto de reglas que probablemente deja fuera al cine español.

Uno a veces cree que el cruce entre nuestra forma de vida y el enfoque dignificador de la cámara dirigido a la ficción, lo ha practicado como nadie Amenábar en cintas como Abre los Ojos. Y no solo es tema de técnica, los Fesser en El Milagro de P.Tinto fueron extremadamente correctos y habilidosos, nos regalaron una factura técnica impecable bajo un registro marcadamente diferente y alejado de la realidad, demostrando que los medios estaban. Pero aquello se trataba de ser grotesco, delirante con el humor. Una cinta redonda, pero alejada en su virtuosismo, manejo del formato y metalingüística como parte de la broma, de lo que ahora hablamos: la forma en que una realidad se dignifica en la gran pantalla. Algo que tanto nos cuesta aquí y con tanta facilidad parece hacerse en otros lugares. Porque sin necesidad de cruzar el charco, el cine francés es un ejemplo en que a pesar de sus dejes de pedantería y otros excesos está formalmente a años luz de nuestro global.

En su lugar y por lo general -excluidas cintas como las antes mencionadas y unos pocos directores privilegiados- gran parte de las producciones tienen en nuestras tierras ese tufo a cotidiano, a vulgar y ramplón, que algunos autojustifican en la autoría y el sello propio, mientras que los detractores lo señalan como posible responsable de la desconexión con el público. Y con esta última teoría, tan defendible por lógica, llega una pregunta enigmatica como pocas ¿y si molesta esa estética en el cine... por qué triunfan las series españolas –igual de chuscas o incluso más– en televisión? Ese probablemente sea uno de los grandes misterios del cine español y del funcionamiento televisivo. Quizá sea porque lo que es gratis y se emite en un aparato tan acostumbrado a la chabacanería está sometido a unas reglas distintas.