Es tal la cantidad de personajes y situaciones mostrados que resulta inevitable que unos resulten más convincentes que otros.
El recién finalizado siglo XX ha sido el más audaz de cuántos ha vivido la humanidad. Si en ese siglo hubiese que señalar una década especialmente fértil, sería la de los sesenta. Y si en esa década hubiese que señalar sus años más significativos, serían 1968 y 1969. En ese bienio se produjeron acontecimientos tan imborrables como las revueltas estudiantiles de París o la llegada del hombre a la Luna. Fruto de ese momento de cambios fue también la enorme repercusión del concierto celebrado en Woodstock, NY, Estados Unidos. Un concierto que de ser una mera expresión hippie se convirtió en un fenómeno que aunó a medio millón de personas durante tres días y sus noches alrededor de la música más novedosa: Joan Baez, Santana, Jimmy Hendrix, Janis Joplin...
Se celebra este año su treinta aniversario y, aparte de la normal iniciativa de su reedición, el mundo del cine no podía dejar pasar el evento sin su correspondiente homenaje. Ha sido la compañía Focus Features la encargada de rememorarlo, dejando al frente del proyecto al realizador de origen taiwanés Ang Lee. Lee es un excelente director cuya máxima virtud es su principal problema para pasar al inconsciente colectivo: no es un director-estrella. Lee siempre pone su talento, enorme, al servicio de la película, quedando él en segundo plano. Este perfil de realizador artesano era muy frecuente en el Hollywood de los 50, cuando los estudios tenían en nómina a las principales estrellas y directores, pero ha caído en desuso frente a realizadores que remarcan cinta tras cinta su libro de estilo.
Lee no pierde un ápice de su ambición narrativa sea cuál sea el tipo de película en la que se embarque. Así nos ha dejado piezas tan dispares y encomiables como Comer, beber, amar (1994), La tormenta de hielo (1997), Tigre y dragón (2000), Hulk (2003) o Brokeback Mountain (2005). Esta ocasión no ha sido menos y Lee se ha acercado a Woodstock de una manera inteligentísima, huyendo del fenómeno musical para mostrar qué le estaba pasando a la gente en esa década. Destino Woodstock no muestra ni una sola canción de las allí interpretadas, ni echa mano de material documental que rememore el suceso. Guiado por el disperso pero funcional guión de James Schamus, retrata un crisol de personajes alrededor de la preparación y celebración del famoso concierto que termina dando una idea de lo que allí pudo haber pasado. Y lo que allí pasó fue que la sociedad asumió la libertad individual como destino y voluntad de ser.
Son tres los recursos principalmente utilizados. Mediante la división de la pantalla en recuadros de tamaños variables en los que se mezclan imágenes (recurso que también es un homenaje al modo de filmar de los 60 y 70) el realizador recrea el caos tolerado que debió ser el evento. El uso de la steady-cam flotando alrededor de Elliott (Demetri Martin), transmite la tolerancia que el propio personaje siente hacia la variedad de personas con las que va entablando relación. Destacar una hermosa secuencia, en la que un suave travelling lateral resume toda la cinta: Elliott es ayudado a llegar al concierto por un agente de policía en su motocicleta ante la imposibilidad de hacerlo de otro modo debido a la multitud. En ese lento paseo ausente de diálogo, se llega a palpar el ambiente de tolerancia que se debió respirar allí.
Es tal la cantidad de personajes y situaciones mostrados que resulta inevitable que unos resulten más convincentes que otros. Destacaremos a la siempre notoria Imelda Staunton como madre de Elliott y representante de una generación en franca retirada o el sorprendente rol de Liev Schreiber. En la negativa, cierto sentimentalismo alrededor de Henry Goodman encarnando al padre de Elliot, y el desdibujado veterano de la guerra interpretado por Emile Hirsch.