SÁBADO, 10 DE OCTUBRE
La presente edición del Festival de Sitges está a punto de pasar a la historia. Y, tras el relativo bajón de la pasada jornada, la programación ha recuperado su brío apostando por el espectáculo de calidad en la sala Auditori (nos encontramos inmersos de nuevo en fin de semana, a merced de las turbas) y por algunas reivindicables sorpresas de última hora en las salas Prado y Retiro.
Una de tales sorpresas ha sido Symbol (Sección Oficial Nuevas Visiones – Ficción), escrita y dirigida por el humorista japonés Hitoshi Matsumoto. Matsumoto presentó hace dos años en el certamen su ópera prima, Dainipponjin, falso documental tan surrealista como aburridillo sobre un superhéroe. Symbol es muy diferente. Como indica su título, se constituye en alegoría simbólica de ambicioso alcance a partir de dos narraciones sin relación inicial: la que atañe a un luchador mexicano de wrestling, y la que muestra a un hombre sin nombre (el propio Matsumoto) encerrado en una habitación nívea de la que quiere escapar a toda costa.
Más allá de que Symbol tenga algo importante que decir sobre la causalidad en el universo, que lo pretende, lo más llamativo de la película es el dominio que Matsumoto ha adquirido sobre la puesta en escena y el montaje respecto de su realización anterior. Salvo por lo irritante de la faceta cómica del propio Matsumoto como actor, y aun sin que pueda extraerse de su visionado una conclusión clara, Symbol es una rareza absolutamente recomendable, el tipo de película cuya inclusión en una programación festivalera no es que sea de agradecer, sino casi obligatoria. De lejos, lo más chocante visto en esta edición junto a Enter the Void.
No tan heterodoxa es Van Diemen’s Land (asimismo en Nuevas Visiones – Ficción), ópera prima del australiano Jonathan auf der Heide. Al presentar su película, Heide la tachaba de estrictamente realista y, a la vez, se remitía a Terrence Malick y Werner Herzog, contradicción que se resuelve en pantalla a favor del parámetro menos creativo: basada en hechos reales, Van Diemen’s Land es la mortecina crónica de la fuga a principios del siglo XIX de ocho presos de un asentamiento penitenciario.
La escapada termina recordándonos a Ravenous (1999), pero en ningún momento alza el vuelo dramáticamente por muy sórdidos que sean los acontecimientos. Sí aborda una cuestión de difícil respuesta: consideramos convencionalmente como mayor aspiración humana la libertad. Entonces, ¿por qué cuanto en mayor grado se alcanza la libertad menos queda en el individuo de lo que se entiende por humano?
Solomon Kane (Sección Oficial Fantástica - Panorama) plantea asimismo no pocas cuestiones a propósito de las aventuras sobrenaturales de un atormentado guerrero a caballo entre los siglos XVI y XVII: en torno al bien y el mal, al precio de elegir uno de ambos bandos, a las armas que emplea cada uno de ellos para explicitar su poder en el mundo. Y no es poco, teniendo en cuenta que se trata de una producción comercial llena de violencia y efectos digitales.
Pero, afortunadamente, el realizador británico Michael J. Bassett (Deathwatch) se ha tomado en serio esta adaptación del personaje creado por el escritor Robert E. Howard en 1928. Y no es que su Kane sea el de Howard (como tampoco lo era el de Howard Chaykin en la excelente historieta Red Shadows), pero sí es uno bastante presentable. Para entendernos, no estamos ante una caricatura como Van Helsing (2004), sino ante un personaje que ve sus cuitas éticas reflejadas en un trabajo severo y detallista de escritura y puesta en escena. Un entretenimiento inteligente que, por el bien de todos, merecería el reconocimiento de la taquilla.
La Horda (Sección Oficial a Competición) es todo lo contrario a Solomon Kane: una película elemental, primaria, que mezcla dos registros en los que el cine francés lleva unos años demostrando estar musculado e hipervitaminado: el thriller violento y el terror visceral. El enfrentamiento entre un grupo de policías que actúa por su cuenta y un gang de criminales nigerianos deja paso a una frágil unidad de propósitos cuando se produce un apocalipsis zombie que deja atrapados a unos y otros en un inmueble suburbial.
Realizada a cuatro manos por Benjamin Rocher y Yannick Dahan, La Horda funciona de maravilla mientras se suceden las escaramuzas entre humanos y muertos vivientes, de una agresividad casi hilarante. En cuanto la acción se detiene, uno observa que hay poco que rascar, pese a ciertos apuntes emocionales o sociales que suenan a cuota obligada, no transmiten ninguna convicción. Pero es la película ideal para descargar adrenalina entre otras más exigentes.
VIERNES, 9 DE OCTUBRE
Ya nos habían advertido algunos colegas que esta edición bajaría enteros en sus últimos días de programación, y, no sabemos si por el síndrome de la profecía autocumplida o porque después de Enter the Void cualquier cosa sabrá a poco, lo cierto es que la pasada jornada nos ha parecido la más decepcionante de las nueve transcurridas.
Y eso que, de nuevo, la variedad fue la nota dominante: una comedia (TiMER), una adaptación de Oscar Wilde (Dorian Gray), la sexta entrega zombie de George A. Romero (Survival of the Dead), y la producción española Ingrid.
Empecemos por esta última. Así la podremos olvidar antes. Ingrid (Sección Oficial Fantástica a Competición) es el tercer largometraje de Eduard Cortés, quien debutase como director de cine en 2002 con la apreciable La vida de nadie, a la que seguiría tres años después Otros días vendrán. Ambas, como Ingrid, son películas transitadas por personajes incómodos con la cotidianeidad, lo que les empuja a coquetear con la cara oculta de la luna. Es el caso de quien da título a Ingrid, una joven (pésimamente interpretada por Elena Serrano) reacia a atarse física y espiritualmente a nada o a nadie, cuyo particular descenso a los infiernos conoceremos a través de los ojos de un recién separado (Eduard Farelo) que queda fascinado por la creatividad torturada de su nueva vecina.
Ingrid desarrolla la historia archisabida de una mujer fatal que lo es ante todo para sí misma, pero es imposible que transmita ninguna inquietud por culpa del ambiente en que Eduard Cortés nos la cuenta, aquejado de una caoticanosis alucinante. Nos hallamos ante una propuesta tan “moderna” en el peor sentido de la palabra, tan poblada por espantajos bochornosos de nuestra contemporaneidad más en la onda (no faltan ni la FNAC, ni MySpace, ni La Fura dels Baus, ni el registro esporádico con una cámara de vídeo), que por momentos nos pareció que Cortés se burlaba de sus criaturas de ficción. O al menos eso dieron a entender las carcajadas de quienes no huyeron de la proyección. Una película grotesca. “Tenía que ser española”, sollozó alguien mientras abandonábamos cabizbajos la sala Auditori. “Espanyola? No, catalana!”, le corrigió molesto su acompañante. Y el primero respondió con sonrisa aliviada: “¡Menos mal!”
Por no ser, Dorian Gray (Sección Oficial Fantástica a Competición) no es ni grotesca. Dirigida por Oliver Parker, quien ya había tratado a Oscar Wilde con similar abulia en Un marido ideal (1999) y La importancia de llamarse Ernesto (2002), Dorian Gray no aporta nada esencial ni a la novela de Wilde ni a la versión cinematográfica dirigida en 1945 por Albert Lewin, por mucho efecto digital y romanticismo hetero que adorne los últimos compases de la película.
Viendo Dorian Gray, pensaba uno además en cuánto han cambiado las cosas desde 1890. Wilde convertía la representación de Dorian (el cuadro de su amigo Basil que va dando cuenta oculta de su depravación mientras su físico permanece impoluto) en testimonio subversivo de sus miserias. Hoy en día, Dorian interpretaría gustosamente sus flaquezas ante millones de telespectadores cómplices en cualquier programa basura, y sería la parte de él que albergase rasgos intransferibles la que habría de ser escondida bajo siete llaves. La razón de que la película de Parker sea tan mala, reside precisamente en que repite las conclusiones del texto original, y no tiene más remedio que hacerlo sin convencimiento de ningún tipo, puesto que ya no sirven para interpretar 2009.
Algo a lo que, en cambio, George A. Romero sigue aspirando en sus películas sobre los muertos vivientes, aunque de manera cada vez menos coherente: Survival of the Dead (Sección Oficial Fantástica - Panorama) no tiene ninguna relación con El Diario de los Muertos (2007), pese a que la previa quinta entrega sea citada de refilón. De hecho, Romero abdica del vídeo digital y el falso registro documental apenas lo ha probado.
Pero tampoco vuelve a lo planteado en La Tierra de los Muertos Vivientes (2005). En un extraño cambio de tercio, puede que habiéndose convencido a sí mismo de que por mucho que persista los muertos vivientes no representan sino el fin de las historias y de la Historia (el eslogan genérico de su saga podría ser No future), Romero invoca el pasado cinematográfico contando un enfrentamiento entre dos patriarcas que pugnan por el poder en una isla que bien podría ser un western, en el que los zombies adoptasen los papeles de reses desbocadas.
Survival of the Dead no es una buena película. Más aun, no parece ni formar parte del corpus romeriano, asemejándose más a un spin-off o un derivado televisivo. Y, sin embargo, hay algo en su sencillo empleo del formato panorámico, o en ideas como la de una muchacha zombie cabalgando a caballo sin cesar, mecánicamente, por la isla, que no dejan de tener su atractivo.
Y terminamos con TiMER, apuesta de agradecer en la Sección Oficial a Concurso por tratarse básicamente de una comedia romántica, bien que con añadido imaginativo: un implante en nuestra muñeca permite saber la fecha exacta en que nos toparemos con nuestra media naranja. A partir de aquí, el amor parece mucho más sencillo, pero los imponderables no se harán esperar, como no se hacen esperar en nuestras propias vidas por mucho que tratemos de mantener un control férreo sobre su transcurso.
Lo malo de TiMER, debut como realizadora de Jac Schaeffer protagonizado por la anodina Emma Caulfield, no es que abrace todos los tics de comedia indie con perfil bonancible, puesto que lo hace con habilidad y nadie dejará de reírse. El problema es que, al igual que todos sus personajes no hacen más que engañarse a sí mismos y a los demás sobre sus intenciones en cuanto al uso del dispositivo implantado, la película no deja de marear la perdiz en torno a lo que podemos esperar de ella dado su punto de partida, cuando a la postre no es nada especial en comparación a las infinitas producciones similares sin excusa fantacientífica que se producen en Estados Unidos anualmente.
JUEVES, 8 DE OCTUBRE
Es curioso que, siendo esta una edición en la que el Festival de Sitges ha recuperado en su denominación oficial la etiqueta de “fantástico”, el abanico de opciones cinematográficas sea más variado que nunca.
Esto no quiere decir que ayer no tuviésemos nuestra pertinente ración de género canónico, aunque no fuese lo más destacable de la jornada: Heartless (Sección Oficial Fantástica a Competición), tercer largometraje del artista británico Philip Ridley (también novelista, dramaturgo y fotógrafo) desde los tiempos de La piel que brilla (1990) y La pasión de Darkly Noon (1995).
Una película que está muy lejos de cumplir con lo que anuncia durante sus primeros minutos, centrados en un joven fotógrafo (interpretado por Jim Sturgess) que bucea con su cámara en los no-lugares menos recomendables de Londres (descampados, edificios abandonados, instalaciones industriales) intentando hallar un sentido que redima a la realidad de su carga de atonía, infelicidad y sufrimiento cotidianos.
Es un tema común a otros films recientes como Seres extraños (2004) y El vagón de la muerte (2008). Como sus protagonistas, también el de Heartless pagará caro sus coqueteos con lo que hay más allá de todo esto. Sin embargo, una historia tan prometedora pierde fuelle a medida que Ridley va desperdigándose y tocando demasiados palos, desvelándose además como un incómodo aprendiz híbrido de Neil Gaiman y Clive Barker. Una pena.
Vengeance (Sección Orient Express-Casa Asia) nos traslada a terrenos del thriller por obra y gracia de otro viejo conocido de Sitges como Philip Ridley: el hongkonés Johnnie To, que se ha ganado con títulos como Breaking News (2004), Election (2005), Election 2 (2006) y Mad Detective (2007) la atención de cualquier seguidor del cine negro contemporáneo.
Se había dicho por ahí que Vengeance no es una de sus mejores películas, pero lo cierto es que sólo por su trabajo de realización y montaje se hace recomendable; ojalá llegase uno alguna vez a escribir con la claridad expositiva con que To dispone a los personajes en el encuadre y los enfrenta a los demás, a los paisajes urbanos y a sus propias contradicciones; en esta ocasión, las de un francés (Johnny Hallyday) que hará lo posible y lo imposible en Macao y Hong Kong por vengar el asesinato de su yerno y sus dos nietos, aunque esté a punto de perder la memoria (la filiación con Memento es obvia).
El guionista habitual de To, Wai Ka-Fai, se pregunta y nos pregunta qué sentido tiene la venganza cuando todo tiende al olvido (individual y colectivamente), a través de una narración que no desfallece salvo en sus minutos postreros y que casi nunca resulta obvia. Si todas las películas flojas de otros directores tuviesen el nivel de Vengeance, sería como para arrodillarse y dar gracias a los dioses.
Y ahora nos adentramos en arenas movedizas, pues comentaremos dos películas de esas que propician orgasmos entre los críticos más selectos y textos aun más liosos que ellas mismas. La primera es Un Lac (Sección Seven Chances), sobre la que Cahiers du Cinema (España) lleva meses expresando ditirambos. Se trata de un drama familiar minimalista ubicado en un paisaje agreste, que firma el francés Philippe Grandieux.
El bosque, las formaciones rocosas, un lago que amenaza con helarse y unos pocos seres humanos son protagonistas de igual importancia para Grandieux, hasta el punto de que unos y otros devienen paisajes a contemplar, en los que sería absurdo rastrear motivaciones narrativas o dramáticas. Sin embargo, las hay, lo que nos parece un poco incongruente, dado que el leit motiv premeditado de Un Lac es la opacidad.
Por lo demás, el debate en torno a una película como la de Grandieux ya no reside en que a unos les fascine y a otros les aburra desesperadamente (a nosotros nos sucedieron ambas cosas); sino en preguntarse qué le aporta a uno personalmente. Y no a nivel emocional, sino de discurso. La respuesta, en nuestro caso, es que poquito, por mucho que apreciemos el rigor conceptual de su realizador.
En el extremo opuesto a Grandieux se mueve el grandilocuente Gaspar Noé, director argentino de películas tan excitantes (para bien y para mal) como Solo contra todos (1998) e Irreversible (2002). En su nueva propuesta, Enter the Void (Sección Oficial Fantástica a Competición), Noé narra, desde el punto de vista subjetivo del joven protagonista, cómo disfruta de un colocón, fallece a manos de la policía, sufre una experiencia extracorpórea e intenta reencarnarse.
Si este resumen del argumento suena delirante, añadamos que Enter the Void está contada básicamente en virtuosos y vertiginosos planos cenitales que detallan el pasado y el presente del fallecido y sus conocidos, amenizados de tanto en tanto por peculiares viajes abstractos a través de constelaciones de luz y color incitados por la droga o estados transitorios entre la vida y el más allá.
Enter the Void es absolutamente excesiva, vanidosamente exhibicionista, asombrosa hasta la irritación por el despliegue de medios físicos y digitales que ostenta una y otra vez su realización… No nos extraña nada que numerosos espectadores abandonasen la sala Auditori durante su proyección, y que en Cannes se llamase de todo a Noé. Y, sin embargo, sus pretensiones megalomaniacas y sin sentido de la medida están justificadas, como lo estaban en sus films previos citados: lo que plantean todos ellos es la imposibilidad de doblegar, pese a todos los medios de transgresión formal y argumental empleados, el orden natural de la existencia.
En el fondo, Noé es un niño tan asustado ante la crueldad de lo real como los hermanos protagonistas de Enter the Void; miedo que pretende disimular haciendo del universo una maqueta donde desarrollar fantasías consoladoras que deben todo su efecto ilusorio al poder abrumador del audiovisual. El caso Noé es similar al caso Carlos Reygadas, cuya Luz Silenciosa (2007) fue tachada de preciosista y bucólica, cuando no daba cuenta sino de una honda desesperación ante lo irreversible, sí, de las cosas.