Por encima de todos los atropellos sentimentales, agobios existenciales y malditas diferencias que hacen miserables a las parejas, Woody Allen infunde optimismo.
La admirable regularidad de Allen con la taquilla puede ir más allá de una cuestión vocacional. Una función terapéutica parece estar detrás de la constancia con la que una y otra vez se vuelve a asomar al otro lado de proyector a recoger todo su repertorio de inquietudes, reflexiones y chanzas, en una fórmula que nadie puede repetir de igual forma.
Con el tiempo, lo que ha variado es los sustitutos más o menos acertados que ha encontrado para evitar ser él quien con su físico deteriorado protagonice sus historias, haciendo inverosímiles y chirriantes las relaciones con las féminas con las que se liaban sus personajes. Pero aparte de la pérdida que supone no poder contemplar su aspecto entrañable y sus gestos de singular expresividad, lo cierto es que la acumulación de reflexiones entre trascendentales y ridículas, cruzadas sin descanso para exteriorizar sus neurosis y burlarse de ellas, sigue siendo su mejor forma de hablar desde la pantalla y mantener actualizado su discurso a medida que pasa el tiempo.
Aparte de algunas excepciones en su filmografía en cuanto a género escogido, tradicionalmente se dedica a desplegar tramas más o menos elaboradas con las que recuperar algunos de sus temas recurrentes actualizados con las preguntas que no deja de hacerse, muchas inquietantes, muchas absurdas, y tanto de unas como otras planteadas para reírse de ellas.
En esta ocasión, con Si la cosa funciona, por encima de todos los atropellos sentimentales, agobios existenciales y malditas diferencias que hacen miserables a las parejas, Allen infunde optimismo. Hasta tal punto que la propia película se toma como tal consciente de su irrealidad, y el personaje principal, ante el desconcierto de los que le rodean, no pueda evitar dirigirse al público cuando expone sus ideas.
Este personaje principal, Boris (Larry David), sirve además para en su caracterización de hombre trascendental y reflexivo hasta el agotamiento, mostrar la proximidad con la que la genialidad se codea con la estupidez, tanto cuando sus juicios pierden la perspectiva del sentido común, como cuando alejan de forma tan rotunda de la felicidad.
Esta contraposición, que se subraya gracias a su emparejamiento con una hermosa joven ingenua hasta la tontería, es empleada por Allen para difundir alguna de sus lecciones vitales, algo que se desprende desde el propio título de la cinta. Como otras de sus obras, parte de una simple frase con la que resumir una filosofía a partir de la cual dar ejemplos concretos, y volviendo a lo terapéutico, parece ser la forma con la que plasma en fotogramas las conclusiones a las que debe llegar tras todas sus recurrentes elucubraciones.
Por ello no es de extrañar que en el desenlace de Si la cosa funciona, por más que con el mencionado optimismo, todas las relaciones expuestas respondan a un caos que él normaliza en su cabeza para darle un velo de aprobación sobre las soluciones convencionales. Al fin y al cabo, su propia vida es el mejor ejemplo de un revuelto de relaciones que necesita obcecadamente justificar para seguir tolerándose, y probablemente se consolará agarrándose a algún aforismo como el que da nombre a la cinta cuando no logre resultados por la vía farmacológica.
En todo caso su cine sigue dejándonos una conclusión: además de buenos ratos, diálogos inteligentes y humor genuino más hecho para la sonrisa que la carcajada, en el futuro los espectadores se asomarán a su obra y su currículo sin dar crédito a cuánto cine de calidad fue capaz de pergeñar en vida. Y como decía Carlos Boyero (en otras palabras), incluso la basura de Allen es siempre mejor que el resto.