Cuando el más inane entretenimiento cinematográfico para los tiernos infantes –marca de la casa Disney en este caso– se mezcla con la aparatosidad de Jerry Bruckheimer –por nombrar alguno de sus despropósitos, quedémonos con los últimos Transformers–, acabamos por obtener un producto resultante que peca de pueril e inofensivo en la parte de mero pasatiempo, y que apabulla hasta la extenuación en los pasajes donde se entrega al desenfreno habitual en los títulos del mentado director norteamericano.
G-Force: Licencia para espiar nos cuenta la historia de un comando de cobayas especialmente entrenadas para efectuar misiones peligrosas –al estilo de Misión imposible o James Bond– que trabajan para una agencia gubernamental. Los diminutos animales deberán enfrentarse a los planes que tiene un millonario para dominar el mundo a través de los microchips que han implantado en los electrodomésticos que fabrica y comercializa la multinacional que él dirige.
Los roedores protagonistas están generados por ordenador (y en la versión original deben sus voces a Nicolas Cage, Steve Buscemi o Penélope Cruz), encontrando su réplica en actores de carne y hueso como Bill Nighy o Zach Galifianakis (el cuñado de Resacón en Las Vegas), que están bastante comedidos, considerando la rienda suelta que se suele dar al histrionismo en este tipo de títulos.
En general hay que agradecer el buen diseño de personajes y de aparatos que se ha realizado previo al rodaje, aunque hoy en día la tecnología permite hacer todo tipo de virguerías dentro del cine de animación. Sin embargo, es una pena que los encargados del guión no se hayan aplicado tan a fondo en su cometido, porque nos encontramos ante una historia plana –tanto en desarrollo como en su supuesto humor, demasiado infantil– que sólo engancha durante los primeros veinte minutos de proyección, donde asistimos a una trepidante misión llevada a cabo por el comando protagonista.
Traspasado su ecuador, la cinta se lanza en picado hacia un frenesí pirotécnico digno de cualquier producto de la factoría Bruckheimer, tratando de sobrecoger a base de épica artificiosa y de grandilocuencia visual (hay pasajes que parecen escenas perdidas de G.I. Joe o Transformers), saturando al espectador y jugando con su paciencia. Eso sí, aquí la duración apenas supera los ochenta minutos, una lección que el productor de Piratas del Caribe debería aprender.
Queda la pobre sensación de estar ante un producto familiar demasiado poco trabajado –se recurre sin rubor a las gracietas fáciles provenientes de un secundario que tiene tendencia a tirarse pedos muy olorosos, por ejemplo–, en la onda de Pequeños invasores, y que más allá de la acción casi constante ofrece poco de emoción. Tal vez su versión en 3D tenga más alicientes visuales, pero no es precisamente eso lo que le falta a este filme.