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La nave inmóvil

Un artículo de José M. Robado || 15 / 10 / 2009
Víctima del celuloide

La magia del cine toca con su estrella a todo lo que le rodea. Basta con que en una conversación mencionemos que nos dedicamos a uno de sus oficios para que el afecto o la curiosidad por nosotros aumente varios puntos positivos. Actores, directores, productores, guionistas, iluminadores, figurinistas, atrezzistas, encargados de publicidad... hasta el más nimio asistente de producción conseguirá un plus de atención en su entorno cuando explique algo relativo a su trabajo en el cine. Todos, menos uno.

- Soy acomodador.
- Ah, ya.

Hubo un tiempo en que la proyección de una película en la sala de cine seguía cierta liturgia. Un pesado telón rojo tapaba la pantalla por completo hasta que las luces principales se apagaban dejando sólo que unas tenues secundarias ayudasen a los tardones a entrar a la sala. El telón se deslizaba hacia los laterales abriéndose lentamente pero no del todo, sólo lo suficiente para dejar una pantalla de formato cuadrado donde se proyectaba algún anuncio local: un restaurante, un tienda de moda... hasta terminar con el aviso del propio servicio del bar de la sala. Luego, el telón se desplazaba de nuevo hasta dejar en la pantalla blanca en un glorioso rectángulo panorámico donde, ya con las luces completamente apagadas, comenzaba la proyección de la cinta.

- Soy proyeccionista.
- Ah, bueno.

Había unos segundos iniciales en los que la banda sonora de la película aún no habia comenzado en los que se dejaba oír poderoso el sonido del rotor del proyector en la sala. Sobre las imágenes de una cuenta atrás machacada por los infinitos visionados se realizaba un último ajuste del foco, del tamaño de la ventana del formato de proyeccion y de la tensión de la pelicula al pasar por las bobinas. Después ya llegaba la cabeza de un león rugiente, la cumbre de una montaña nevada o la leve sonrisa de una pelirroja vestida con una túnica portando una antorcha sobre los que estallaban la fanfarria del estudio responsable de la cinta que ibamos a ver.

- Soy taquillera.
- Ah, pensaba que.

He conocido acomodadores que respiraban como búfalos mientras te llevaban a tu butaca, taquilleras que deben haberse leído la biblioteca de Alejandría entre sesión y sesión, proyeccionistas anónimos y enjutos que salían y entraban del cine sin hablar ni mirar a nadie, baristas aspirantes a cineastas escribiendo guiones entre el burbujeo de las palomitas.

- ¿Por dónde quiere la entrada? Por el medio, por el final...
- ...
- ¿El refresco se lo pongo tamaño enorme, gigante, homérico...?
- ...
- Dejando cuatro butacas libres, las dos siguientes.

He asistido a unas dos mil proyecciones en salas de cine en mi vida. Sólo recuerdo un fallo en la emisión de una película. El proyeccionista anticipó la bobina final en lugar de la central, cambiando el orden de narración de la historia. Lo curioso es que no me di cuenta del hecho hasta meses después, cuando volví a ver la película por televisión. No recuerdo que nadie protestara ese día en la sala. Personalmente, aquel montaje del proyeccionista me pareció mejor que el del director. Todavía me pregunto si realmente fue un error.

Sala de cine, nave inmóvil tripulada por anónimos. Ellos también son responsables de nuestro disfrute del cine.



Víctima del celuloide

El rincón en que el crítico torturado explica por qué el cine puede ser algo muy grande unas pocas veces, y algo muy, muy miserable muchas otras.

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