Queda finalmente una narración muy irregular, al alza en las insistentes secuencias íntimas y a la baja en el resto.
Nueva adaptación de una novela de la exitosa escritora Almudena Grandes tras el fenómeno editorial que supuso Las edades de Lulú y su adaptación al cine por parte de Bigas Luna en 1990 con un debutante Javier Bardem entre su elenco secundario. Son frecuentes las adaptaciones de la narradora madrileña al cine, no sólo por su éxito de lectores si no también por tocar temas y personajes muy reconocibles de la sociedad española reciente. Malena es un nombre de tango (1996) y Los aires difíciles (2006) son otros ejemplos, siempre vinculados al productor y director Gerardo Herrero, auténtico especialista en las adaptaciones al cine de la literatura española reciente.
Como en casi toda su obra, Castillos de cartón tiene al sexo como motor de la historia y sirve para definir los personajes. En este caso, la relación a tres vértices entre ellos no sólo mejora y desarrolla la condición sexual de cada uno, si no que les hace encontrarse a sí mismos, explicarse, crecer. Es el comienzo de la década de los ochenta y toda una generación se encontró con cosas que ya podía hacer y proclamar frente al inmovilismo que reinaba en la generación anterior, acobardada por cuatro décadas de moral franquista.
En esta ocasión, el productor Herrero ha prescindido del director Herrero y ha dejado las riendas del film a cargo de Salvador García Ruiz, un cineasta que ya ha demostrado en su breve filmografía (Mensaka, El otro barrio y Las voces de la noche) la intención de dejar una impronta en lo que hace. García Ruiz presta especial atención a los personajes, sacándoles el máximo jugo en las secuencias donde estos se expresan íntimamente, apoyándoles con una puesta en escena sencilla y sutiles movimientos de cámara. Los jóvenes actores del film responden con rigor a la propuesta, destacando la naturalidad de Adriana Ugarte y el tono de Biel Durán, pero sin superar el hieratismo de Nilo Mur, aunque no le va mal a su personaje. La unión de estos parámetros crea un ritmo premioso y unos diálogos a media voz que tienden a sonar extraños cuando los personajes están fuera de la habitación donde recala su intimidad, mucho más si los exteriores retratados pretenden ser los de la época de la movida o el ambiente universitario de los primeros años de la democracia.
Queda finalmente una narración muy irregular, al alza en las insistentes secuencias íntimas y a la baja en el resto, cuando la historia intenta proyectarse en el retrato de la época más efervescente que ha tenido la sociedad española. El escaso presupuesto de producción ha lastrado también el resultado final en este sentido. Sin embargo, una carambola ha querido que esta cinta coincida con la también española After (Alberto Rodríguez) en cartelera, formando ambas un buen programa doble donde ver dibujado el progreso temporal de una generación que se topó de bruces con la libertad y en muchos casos no supo como gestionarla.