Hay un agravante en las precuelas: atacan a la innecesariedad de contarlo todo sobre una historia, a las ausencias como parte de la propuesta
Una de las máximas más repetidas sobre la industria del cine, si no la más repetida, nos asegura que la idea de las continuaciones nunca acaba bien. Durante años, un ejemplo caló como forma de rebatir esta teoría, llegando a incluirse en diálogos de cintas como Scream, que reconocía a viva voz por medio de uno de sus personajes el mérito a la hora de abordar una continuación por parte de James Cameron.
Citándole a él, curiosamente volvemos a abordar una saga que no debería merecer atención viendo los resultados de su cuarta parte. Pero probablemente tanto en el caso de las secuelas como en el de las precuelas, nos viene que ni pintado (aunque haya más casos icónicos como la primera continuación de El Padrino, o el de la segunda parte de Star Wars, renombrado como Episodio 5 en lo que acabó siendo también ejemplo por antonomasia del fenómeno que da título a éste post: las precuelas).
Pero olvidémonos durante un momento del Cameron actual, que tiempo habrá en los próximos meses de dedicarle atención, y vayámonos con el Cameron de los 80. La primera Terminator demostraba la vena guerrera repleta de fuerza y juventud de su director. Violencia salvaje, emoción a raudales, un argumento poderoso con un protagonista absoluto que era un monstruo temible capaz de quitarnos el sueño. Y en su continuación, el director que años después se ahogaría en las profundas aguas que rodeaban el Titanic incapaz de soltar lastre con los Óscar a los que quedó asido eternamente (vale, a la espera de Avatar), no sólo revolucionó los efectos especiales y dio un auténtico ejemplo de ritmo y aprovechamiento del timing, también estableció un tratado –como comentábamos en su momento– de cómo trabajarse a los personajes (con un giro impagable en que el monstruo pasaba a ser el poderoso aliado, algo reflejado de forma inmejorable en el rostro de Sarah Connor, al encontrarse de nuevo cara a cara con su pesadilla que es repentinamente su única salvación).
Por cosas como estas era fácil que se concluyera que esa segunda parte era enorme. ¿Problema? El que se había evitado, que la segunda parte arruinara la primera, realmente sólo se aplazaba: cuando las cosas salen inspiradas, el éxito obliga al departamento contable a imponer continuación. Es algo democrático a su manera: el público manda. Y si este conoce a los personajes, los seguirá no sólo si les gustó la primera parte, sino incluso si la segunda se tuerce o incluso si los niveles son tan vergonzosos que la paraeta acaba vendiendo DVDs sin salida comercial en el cine: algunos siempre acaban cayendo.
El problema de las precuelas es parecido. Y ahí nos encontramos con una posición destacada a la mencionada Star Wars, pero también a Terminator 4, que en su juego temporal tiene tanto de precuela como de secuela. Es decir, en un orden temporal lógico, iniciada la trama en 1984, el 2018 de T4 es posterior (secuela). Pero teniendo en cuenta que el primer Terminator tiene lugar porque John Connor manda desde el futuro a un compañero de la resistencia a salvar (y preñar, ya les vale) a su madre, abordar la parte anterior a ese conflicto es paradójicamente lo que la hace precuela.
¿Y qué tienen de malo? De la misma forma que en las continuaciones, el elemento económico como leitmotiv impide que la faceta creativa lleve la delantera, es decir, no se hacen las cosas igual cuando hay una pulsión creativa, la necesidad del autor de implicarse ante una realidad que le inspira, que cuando es el dinero el que marca el camino y éste trata de llevar su vocación tras el rastro de los dólares.
Pero además hay un agravante en las precuelas: atacan a la innecesariedad de contarlo todo sobre una historia, a las ausencias como parte de la propuesta. Porque el no saber cómo era el pasado de Darth Vader, el saber posteriormente que era el padre de Luke, el tener unos pocos rasgos de él nos permite imaginar algo de forma imprecisa con una atmósfera de misterio de por sí poderosa. Materializar posteriormente esa realidad no concreta en fotogramas y quitarle ese misterio (más si el acomodamiento de Lucas y la ambición de superproducción torpedean el camino), supone robar gran parte de la magia.
La crítica de Terminator 4, aludía a ello de soslayo al referirse a cómo la secuencia inicial de Terminator 2 decía mucho más del futuro que todo el metraje de la cuarta parte. Por no hablar de la sucesión de intérpretes y John Connors, que han roto toda línea de continuidad en el imaginario de los personajes (y que como vimos en el artículo ya citado, no es el peor de sus defectos). En ese sentido las precuelas pueden ser una forma de rentabilizar franquicias especialmente odiosa. Alargan el camino encontrando el hueco argumental, pero en muchos casos nos roban lo imaginado traicionando las perspectivas formadas, en un ejercicio que exige mucho más esfuerzo para ser satisfactorio por parte de los creativos, pues debería mejorar lo que el espectador ha imaginado de forma imprecisa (y que lo ha imaginado así partiendo de una gran película, esperando por tanto algo grande y difícil de concretar). En el caso de Star Wars, con sus discursos parlamentarios (Episodio 1), con su continuación de amor de culebrón (Episodio 2) y su desenlace funcional a la caza fácil del aplauso freak (Episodio 3), significan más bien poco. Y con Terminator... nada.
Lo dicho: malditas precuelas.