No es fundamental que se entienda racionalmente lo que nos cuenta 'The box', sino que alcancemos a sentirnos implicados, porque lo estamos y todos los días, en la disyuntiva ética propuesta por Richard Kelly.
The Box constituye, a la vez, una regresión y un progreso en la breve filmografía del director estadounidense Richard Kelly. Kelly obtuvo con su primera película, la espléndida Donnie Darko (2001), un agradecido estatus como cineasta de culto que devino maldición con el descalabro crítico y comercial de la segunda, la desmesurada Southland Tales (2007), ni siquiera estrenada en España.
Esta su tercera realización llega a los cines tras una gestación larga y dificultosa y un sinfín de proyectos que se le han quedado a Kelly por el camino. No creemos que aclare el futuro de su firmante: pese a su carácter aparentemente comercial —protagonismo de Cameron Diaz y James Marsden, inspiración en un relato de Richard Matheson, distribución de la Warner—, The Box está lejos de ser la película de terror de la semana, un producto conformista que permita disfrutar del miedo. Como su ópera prima, se trata de una incómoda fábula moral de profundas resonancias personales y políticas. Aunque, la edad impone ciertos peajes, The Box no concluye como Donnie Darko de forma epifánica, sino con unos perturbadores puntos suspensivos…
Y es que Kelly dirigió Donnie Darko con veinticinco años, en el alba del primer mandato del republicano George W. Bush y con los trascendentales atentados del 11-S a la vuelta de la esquina. Y la acción de la película se desarrolla en octubre de 1988, entre los gobiernos de los presidentes Reagan y Bush; cuando Kelly apenas contaba trece años y la caída del Muro de Berlín anunciaba, según algunos, el fin de las ideologías y el triunfo ad eternum de las democracias liberales; la ficción de Kelly destila indisciplina, angst y melancolía inequívocamente adolescentes, solipsistas: Donnie ejerce un ajuste de cuentas con la realidad de tonalidades ingenuas y poéticas.
Sin embargo, The Box, producida concluso el segundo mandato de Bush Jr. y llegado a la Casa Blanca el demócrata Barack Obama, nos retrotrae a 1976, de cuerpo presente el escándalo Watergate y con el segundo de Richard Nixon, Gerald Ford, a punto de pasar el testigo presidencial al asimismo demócrata Jimmy Carter; época en la que nació Kelly y en la que los protagonistas, de reconocidas similitudes biográficas con sus propios padres, son retratados en la edad aproximada que tiene actualmente el realizador.
[Las inquietudes políticas de Richard Kelly abarcan sus tres películas: no ha dudado en definir Southland Tales como “ejercicio de pop art político”, entre cuyos principales subjects se encuentran la seguridad nacional y su incidencia en las libertades civiles].
Nos hallamos, por tanto, volviendo a The Box, ante una mirada reflexiva sobre un pasado convulso que tiene ecos obvios en este nuestro presente de crisis socioeconómica y corrupción generalizada; una mirada también inquietante por cuanto, ya con treinta y cinco años, Kelly es consciente —y nos hace conscientes— de que no cabe continuar pensando inocentemente en “los otros” y “el yo” como entidades separadas a la hora de determinar el rumbo de la Historia y de las historias. El tiempo de nuestras vidas ha hecho del yo un reflejo especular de los otros. Ya no es operativo, sin ir más lejos, cargar contra los padres en tanto monigotes distantes y culpables, porque se han revelado personas como nosotros, de cuyos actos titubeantes y quizás ladinos dependieron los rasgos de una sociedad así como su futuro: el hoy.
De ahí el desgarro emocional que suscita el dilema planteado por el enigmático Arlington Steward (un aterrador Frank Langella, al que resulta obligado escuchar en versión original) a Norma (Diaz) y Arthur Lewis (Marsden): si pulsan un botón, recibirán un millón de dólares y un desconocido morirá. La pareja será, aun acomodados y felices, codiciosa, presa tanto de inciertos aprietos económicos como de frustraciones íntimas por no poder pisar la Luna —en el caso de Arthur, astronauta de la NASA—, y no poder pisar correctamente siquiera el mundo que habita —en el caso de Norma, víctima de un horrible accidente en la niñez que mutiló uno de sus pies—. Pero ambos descubrirán que la prueba a que han sido sometidos no es sino parte de un críptico experimento colectivo, cuyas claves habrán de desentrañar y cuyas secuelas les forzarán a tomar decisiones terribles, de las que dependerá que sea posible afrontar o no el porvenir con ojos y oídos atentos a sus agitaciones.
The Box articula la peculiar odisea de Norma y Arthur, plagada de sucesos a primera vista inconexos y arbitrarios, desde el punto de vista de la ciencia-ficción, el género al que Kelly ha abonado en el fondo toda su filmografía. Claro que una ciencia-ficción inaprensible, afín a esa cita de Arthur C. Clarke recogida de manera explícita en pantalla y que reza que “cualquier tecnología lo suficiente avanzada es indistinguible de la magia”.
La frase de Clarke resume el mecanismo elusivo de la película, el sentido recóndito de tantos acontecimientos misteriosos y, sobre todo, el modo en que el espectador debería abordar su visionado. No es importante que se entienda racionalmente lo que se nos cuenta, sino que alcancemos a sentirnos implicados, porque lo estamos y todos los días, en la disyuntiva ética propuesta por Steward al matrimonio Lewis. El presente y el futuro dependen de ello.