Obliga a la contención la consciencia de la dificultad de envasar una trama tan simple como poderosa.
En el curso de La Historia de Lisey, Stephen King, haciendo de nuevo uso de un protagonista escritor como punto de apoyo sobre el que construir la ficción posterior, en un determinado momento cita un suceso publicado en la prensa para defender su convicción –por medio de su personaje– de que a menudo lo que entendemos por incoherente en un relato queda superado holgadamente en la vida real.
En la cita concreta, King, se refiere a cómo su editor –el editor de su personaje Scott Landon– a menudo le devuelve los escritos con notas y sugerencias. Algunas de ellas referidas a lo chirriante o inverosímil de sus reacciones. A lo increíble de cosas allí narradas. Sus respuestas se dirigen entonces a ese ejemplo, al ejemplo del perro Sam, que cruzó un estado en busca de su hogar.
La historia de Hachiko es una anécdota sorprendente por real, al margen de cuales fueran las diferencias que separaron los hechos acaecidos en los años 20 del siglo pasado y la versión americana auspiciada bajo el protagonismo de Richard Gere. Presencia sin la cual, probablemente, nos encontraríamos ante un telefilm sin financiación para saltar a la gran pantalla, eso a pesar de que el limitado rictus bajo las rentables canas del intérprete sea en el fondo tan mecánico como casi todo lo que hace correr el metraje de la cinta.
Esto último en realidad es así porque una trama tan marcada, le impide escapar del público al que va dirigida y hacerse entender por cualquiera que no se sienta o haya sentido nunca vinculado con un perro: la historia nos habla de uno que acude puntualmente a recibir a su amo en la estación donde se encontraron cuando éste era un cachorro, y donde sigue acudiendo cada día, incluso tras la muerte de aquel, hasta el último de los que le quedan por vivir.
En todo caso, esa limitación en público es relativa, dado que el cine de perros ha dado buena cuenta de su amplitud apoyando gran parte de los personajes de animación infantiles, numerosas comedias románticas, una variante del subgénero de las buddy movies muy de moda en los 80, y en demasiadas ocasiones ha dado para basar producciones en poco menos que un perro haciendo gracias coreografiadas para el gozo fácil del respetable.
Lasse Hallström, en ese sentido, no ofrece grandes hallazgos ni hace especiales malabarismos. Se muestra contenido, fiel quizá a los orígenes japoneses de la historia y del propio animal, y alarga los tonos de piano del trabajo como músico de su protagonista para, esparcidos por la cinta, dotarla de algo de elegancia y atmósfera melancólica. A esa contención le obliga la consciencia de la dificultad de envasar una trama tan simple como poderosa en celuloide: no importa cuántas experiencias sea capaz de recoger para forjar la unión entre el perro y el hombre, cuántos hechos secundarios e intrascendentes pretenda reflejar, cuántos momentos especiales les haga vivir... limitado por el metraje, nunca va poder comunicar al público la continuidad de los pequeños detalles de la vida diaria en que un perro y su amo se unen de una manera difícil de lograr en cualquier otra relación. Quizá porque en las relaciones humanas son la acumulación de desencuentros los que erosionan las relaciones y la capacidad o inocencia para seguir entregándose, mientras que la unión con el animal se mantiene fácilmente con creciente lealtad, y el afecto comprometido al que toda persona aspira (sea esta merecedora del mismo o no), se encuentra a menudo fácilmente colmado en su mascota.
No es de extrañar por ello que las últimas palabras del personaje de Gere, Parker Wilson, vayan dirigidas a ilustrar a sus alumnos sobre la diferencia del directo y la música grabada, de la espontaneidad y lo orquestado, justificación clara sobre la incapacidad de Hallström por hacer más para entender los días fríos que fueron sucediéndose a medida que Hachiko envejecía esperando a un amo que nunca llegaba.
Tan sólo en dos ocasiones el realizador logra asomarse algo a lo descorazonador de sus emociones. Una al permitir al perro encontrarse con su amo en una ensoñación final a modo de despedida, tras recoger destellos en forma del recuerdo perpetuo de los momentos que ambos vivieron y que justifican que sea preferible dedicar su vida a una espera imposible, que a seguir viviéndola de cualquier otra manera. El otro, cuando la mujer del profesor (Joan Allen), vuelve a la ciudad a visitar la tumba de su marido, diez años después de su muerte. Hacerla observar al bueno de Hachiko, envejecido y fiel a su espera, atender al encuentro entre dos formas de afrontar el dolor y el recuerdo, el de la mujer que tuvo que huir para no notar la ausencia en cada esquina de su casa, el del perro que se aferró a la estación en que cada día su corazón latía más rápido al encontrase con la razón de su vida, sirve para que a ésta se le derrita el corazón viendo tan obcecada muestra de amor hacia quien ella amaba entregadamente, y para que decida acompañarle en otra inútil espera, al menos en cuanto a resultados (brindándoles en todo caso una ocasión para seguir recordando).
En ese punto, todos los que una vez quisieron singularmente a un perro, entenderán la historia y el sentido de una producción espoleada por esa emoción. El resto, quedarán ajenos a un relato que sencillamente se les escapa, inconscientes de cuánto han perdido no por la cinta, sino por lo que la inspira.