Lo de Emmerich es ser el director de una orquesta digital e intermediario de productores especializados en escrutar los posos de la taquilla.
En el editorial de nuestro número impreso de noviembre, nos preguntábamos por las posibilidades de que el contexto actual estuviera contribuyendo a la creciente afición de la ficción por recrearse en el Apocalipsis. En contra, argumentábamos la preexistencia del género respecto a la crisis y la regularidad con que se había mostrado previamente; a favor, recordábamos su mayor constancia actual y la forma atropellada con que ahora se acumulan sus muestras en forma de películas y videojuegos.
De alguna manera, puede que este subconsciente colectivo que se ha formado entre los responsables de la ficción y en el público –con independencia de cuánto los primeros hayan influido en los segundos– vea en el día a día una sensación de que los errores se acumulan, crecen en tamaño y se hacen insostenibles. Que las mayores instituciones financieras caigan, que la crudeza de los conflictos bélicos se vuelva más inquietante, que bienes de primera necesidad sean inasequibles por la codicia extrema de unos pocos -y a pesar de su abundancia-, etcétera, son elementos tan demostrativos del fin de fiesta como pueden serlo un tsunami o el impacto de un meteorito.
En ese contexto, cualesquiera formas de proyectar el desastre reciben atención por la posibilidad que la ficción otorga para imaginarse cómo lidiar con determinadas situaciones (tanto más útiles, si de alguna forma estas pueden producirse), y porque suene apropiado o no, con el reventón final no dejaríamos de estar ante el mayor espectáculo del mundo.
A estas alturas, Roland Emmerich ya ha dado buena muestra de que su cine no está hecho para dedicarle editoriales ni introducir las críticas de sus películas divagando sobre el leitmotiv de sus producciones, las razones vitales de su obra o la búsqueda de mensajes cifrados. Lo suyo es ser el director de una orquesta digital e intermediario de productores especializados en escrutar los posos de la taquilla y así interpretar cómo organizar las percusiones y mantener la atención del respetable. La demolición de rascacielos o el tempo del torbellino publicitario que acompañe al estreno son cuestiones tan inseparables que el equipo de guionistas queda al mismo nivel que los empleados encargados de empapelar las paradas de los autobuses, y cabría dudar sobre quién tiene más margen al desempeñar su oficio.
Es por ello que asistir a 2012 y morder la yugular del show con colmillos afilados por obviedades, equivale a subir a la montaña rusa y quejarse amargamente por la incapacidad de la atracción para captar entre subidas y bajadas la insoportable levedad del ser. Como espectáculo, la cinta ante la que estamos lo da todo, limitada al registro que anuncia de antemano sin trampa ni cartón. Incluso a nivel rítmico no puede ser víctima de sus excesos porque estos componen su naturaleza, si bien sí puede padecer las subidas de listón que lleven a tramos innecesariamente ridículos –y adrenalínicos– como sólo puede darnos el clímax de un videojuego de última generación (una cosa es ver hundirse California, otra hacerlo un paso por detrás de nuestro protagonista incluso si éste se ve retrasado por enervantes conductoras octogenarias).
Podría uno forzar interpretaciones, para recoger algunas de las imaginadas en esos tramos en que mientras las explosiones hacen babear a su público natural, uno trata de buscar autoría donde no debe. Quizá en ese sentido el protagonista cuyo libro apenas fue vendido y que ejerce de visionario cuyo mensaje no caló, le interese a un Emmerich condenado a superproducciones que todos ven sin atisbar visión alguna. O incluso en los estériles diálogos se podría llegar a interpretar que además de estar hasta los mismísimos de Hollywood, su autor ha llegado a apreciar aquello de que el infierno está asfaltado de buenas intenciones.
Sería en todo caso estirar más allá de lo necesario una producción que con sus dos horas y media ha ocupado bastante en nuestras vidas. Acabada la proyección, el final de nuestros días, sea cual sea y cuando sea (e intervenga o no la naturaleza humana o la contaminante falta de filtro de nuestro desodorante), será algo demasiado ajeno al público cuya cabeza todavía estará asentándose tras la atracción, preguntándose por qué en el cine no venden algodón de azúcar. Y una semana después tocará comedia romántica, cine bélico, o, según la reciente proporción, otra de Apocalipsis. Limitando siempre El Final con mayúsculas a una variante de espectáculo que no llega a afectarles, algo a lo que contribuyen las limitaciones propias de superproducciones hechas sólo para distraerles, con personajes de cartón piedra incapaces de suscitar un mínimo de empatía.