Desde el primer minuto, nada fluye con libertad. No queda claro si se debe a que ya hemos visto mil veces lo que se nos muestra, o a las maneras tan efectistas y mediocres con que se hace.
A estas alturas, ya puede considerarse que el conflicto de Irlanda del Norte ha propiciado algo similar a un género cinematográfico, forjado por John Ford, Carol Reed, Neil Jordan, Ken Loach, Jim Sheridan y John Boorman entre otros muchos realizadores. Y los resabios argumentales y formales asociados a ese género han ido ganando poco a poco la batalla a las inquietudes sociopolíticas, incluso cuando éstas parezcan ser la principal preocupación de quienes acometen la ficción correspondiente.
Insistamos en la idea de que, habiendo pasado más de un siglo desde que se inventó el cine, nada de interés puede aportarse sobre ningún tema si antes no se ha hecho un esfuerzo por deconstruir las numerosas miradas previas sobre él. Una historia novedosa, un hecho real desconocido para el gran público, dejarán de serlo en cuanto empiecen a cocinarse de acuerdo con recetas archimanidas. Que, para colmo, al estar confeccionadas con ingredientes distintos a aquellos que dieron lugar a los modelos, suelen diferir en las proporciones y los tiempos de cocción, y dejan un mal sabor de boca.
Si el lector es despierto y ha sabido desentrañar la prosa alambicada del crítico, ya habrá adivinado que 50 hombres muertos es una mediocridad, una película que nunca se zafa de la sombra que proyectan sobre ella El delator, En el nombre del padre, The boxer, The General y El viento que agita la cebada. Basada en las memorias autobiográficas de Martin McGartland, relata la odisea de un tipo que acepta ayudar a la erradicación de un grupo terrorista por dinero y por lavar la conciencia, y que acaba descubriendo cuán estéril es involucrarse en batallas sobre cuyas estrategias no tenemos ningún control, y de las que se sale (si es que se sale) “ni agradecido ni pagado”, aun habiendo salvado vidas humanas.
Como en El Lobo y la reciente Cuestión de Honor, no hay en esta realización de la canadiense Kari Scogland más que infinitos tópicos sobre los infiltrados, el choque entre la lealtad a los principios o los individuos, la fina línea que separa el deber de la traición… Desde el primer minuto, nada fluye con libertad, y no nos queda muy claro si se debe a que ya hemos visto mil veces lo que se nos muestra (atención a la bochornosa historia de amor), o a que Scogland lo hace con maneras tan efectistas como mediocres.
No resultan convincentes ni las interpretaciones de Jim Sturgess (McGartland) y Ben Kingsley (en la piel de su contacto en la policía), ni la relación entre sus personajes. La acción adolece de incontables arritmias, y no sabe armonizar en ningún momento un costumbrismo cómplice con las explosiones de violencia. Y la superficialidad ideológica recorre el metraje de principio a fin, sospechamos que para no herir susceptibilidades.
Una vez más, hemos caído en la trampa de prestar atención a una película por el asunto que abordaba y ciertos nombres implicados en su producción, para concluir que habríamos salido ganando de escoger en la cartelera otro título más honesto y coherente en su banalidad.