Spike Jonze nos plantea una fábula muy inteligente, aunque eso no termine de ser una virtud.
Nos hallamos ante una de las películas más inteligentes de 2009. A partir del cuento escrito e ilustrado en 1963 por Maurice Sendak, el director y co-guionista Spike Jonze y el novelista Dave Eggers han elaborado una fábula tan sencilla en apariencia como compleja en su subtexto.
Las aventuras que corre Max, un niño descontento con el entorno que le rodea, en el universo de su propia y tumultuosa cabeza, poblada por monstruosos entes sobre los que se atreve a reinar, albergan una reflexión de hondo calado psicológico en torno al poder de la imaginación para ayudarnos a sobrellevar lo real y madurar. Una reflexión estructurada en torno a un meditado andamiaje simbólico, y puesta en escena con una peculiar sensibilidad que abarca su realización, montaje, fotografía, banda sonora y diseño de las criaturas que encarnan los dilemas inconscientes de Max.
Sin embargo, puede que una película como Donde viven los monstruos no requiriese solo de la inteligencia sino también de la intuición. Su excesivo metraje está consagrado a exponer un discurso, en desdoro de la emoción que debería desprender la travesía imaginaria de Max. Lo lánguido y sombrío de la narración da fe de los esfuerzos simultáneos de Jonze y Eggers por conjurar en pantalla lo atávico infantil y por meditar sobre la infancia, fracasando en el primer aspecto.
En sus dos largometrajes previos, Cómo ser John Malkovich y El Ladrón de Orquídeas, Spike Jonze ya había establecido un equilibrio creativo precario entre los requisitos como ente autónomo de la ficción, y unos comentarios incesantes que cuestionaban y a la vez enaltecían el impacto de aquella. Es curioso que siendo Donde viven los monstruos su película más clásica (los guiones de las anteriores no los firmaba él sino el indomable Charlie Kaufman), él y Eggers no logren que el precioso relato original de Maurice Sendak reverbere con la excitación salvaje que se pregona ya desde el título original del film.
A Donde viven los monstruos le falta, pese a las apariencias, sentido de lo maravilloso. Como la reciente Los mundos de Coraline, la cinta de Spike Jonze parece ante todo un sibilino ajuste de cuentas con lo infantil, en el que los niños (tanto da si Max o los espectadores de corta edad) no son otra cosa que convidados de piedra.