Si hay algo que saben hacer los británicos es reírse de sí mismos. A pesar de ser conocidos por su flema, detrás de esa máscara se esconde una corriente subterránea de socarronería, cinismo y mala baba que, en lo que se refiere al cine, ha dado sus mejores frutos de la mano de Monty Phyton (Los caballeros de la mesa cuadrada, El sentido de la vida, La vida de Brian) o últimamente, en los comerciales guiones de Richard Curtis (la serie Mr. Bean, Cuatro bodas y un funeral, Notting Hill).
En esta ocasión se trata de trasegar el reciente asunto de la invasión de Iraq que tanta polémica levantó en todo el mundo. Un grupo de veteranos de la televisión encabezados por el realizador y guionista de origen escocés Armando Iannucci se encargan de poner en solfa los mecanismos políticos y administrativos mediante los cuales una guerra se puede poner en marcha o no. El retrato es devastador, aunque a cualquier espectador afín a la realidad no se le escapa que probablemente la verdad esté mucha más cerca de esta ficción de lo que deseamos.
Lejos de suponer un alivio para su gobierno y electores, las declaraciones del ministro enfrentan a dos grupos de diplomáticos y políticos en una encarnizada batalla verbal y de intereses acerca de la decisión de invadir un país islámico. En la cinta jamás se menciona el país acechado, así como se evitan los personajes de primera fila (presidentes, primeros ministros) de la política, dejando que sean los secundarios gubernamentales (secretarios de estado, delegados y diplomáticos) los que decidan en burocráticos comités qué es lo que se debe hacer.
La farsa es escalofriante pero corrosivamente divertida. No asoma un ápice de dignidad ni honor en ninguno de los personajes retratados, advenedizos todos de un sistema que ha alimentado un nido de buitres y alimañas alrededor del poder. Cada uno toma decisiones en virtud de conservar o aumentar su estatus de poder e influencias. Y los más jóvenes, en lugar de alentar esperanzas en la mejora del funcionamiento administrativo, toman buena nota de cuáles son los puntos flacos y las mejores armas para batir al enemigo, incluso si es del mismo bando.
Aunque por momentos la realización sea rutinaria y televisiva, recordando en muchas ocasiones a los capítulos más ácidos de El ala oeste de la Casa Blanca, el resultado funciona con agilidad porque administra unas dosis de veracidad suficientes como para que el espectador se mantenga atento a esta realidad paralela a los telediarios que se le está narrando. Para ello se apoya en la siempre estimable aportación del brillante Tom Hollander (Orgullo y prejuicio, Piratas del Caribe, Valkyria) y en la trabajada interpretación del veterano y televisivo Peter Capaldi. Por la parte norteamericana destacan el enorme James Gandolfini (Los Soprano) interpretando a un pragmático general estadounidense y a la que fue niña prodigio Ana Chumskly (Solos con nuestro tío, Mi chica) en un muy entonado trabajo.
Consigue el equipo de la película que los espectadores, tras el visionado, establezcan el debate apropiado: ¿cuánto hay de verdad y de mentira en las aseveraciones nos ofrecen nuestros gobernantes? La cinta emite un estremecedor veredicto al respecto, extirpando de cuajo la flema, protocolos y buenas intenciones que les suponemos a los administradores de nuestra sociedad. Y es que el fin del mundo no llegará por una catástrofe natural como profetiza en sus cintas Roland Emmerich, si no cuando seamos incapaces de distinguir lo que es cierto de lo que no.