Las dos vidas de Andrés Rabadán pertenece a la reciente ola de cine catalán que ofrece cine dramático de corte intimista, contando con el concurso de excelentes actores y una depurada realización basada en la crudeza de las situaciones. Sin embargo, la historia de este filme marca la diferencia puesto que supone la cruzada personal de su director (debutando en largometraje), productor y guionista, Ventura Durall, para contarnos la historia del llamado asesino de la ballesta desde el corazón de éste y desde su propia óptica. Estrictamente, estamos ante una obra de ficción. Pero detrás hay mucho más. Es tan importante entender el relato desde dentro como desde fuera.
Rabadán asesinó hace trece años a su padre (el método se deduce por su sobrenombre) y descarriló tres trenes sin motivo aparente. Se le diagnosticó esquizofrenia aunque hace nueve años que los dictámenes psiquiátricos le consideran una persona estable. Pese a ello, permanece en prisión donde ha escrito dos libros, contraído matrimonio con una enfermera que conoció en la prisión y sigue a la espera de conseguir su libertad ya que la fiscalía alega una supuesta peligrosidad de reincidencia. Durall le conoció hace nueve años y, desde 2002, le visita regularmente hasta el punto de haber decidido rodar un documental sobre él, El perdón, producido este mismo año, y su debut en el largometraje, que no es otro que el filme que hoy nos ocupa. Ambos son complementarios.
Durall ha basado su guión en los libros que ha publicado Rabadán, y hasta el propio protagonista ha colaborado activamente en la construcción de la trama, que describe la evolución del romance del recluso con la funcionaria, amén de ofrecer detalles hasta ahora inéditos de los sucesos. Tan cinematográfico argumento es una realidad ficticia, así que lo que observa el espectador es una recreación autorizada por el propio implicado.
La otra línea argumental primaria se centra en el proceso por el que tuvo que pasar Rabadán al tener que rememorar los hechos. El exorcismo de la memoria enterrada es el otro eje del filme, y a su vez, la representación poética, a la par que tremendista, del pasado del protagonista.
El realizador mantiene un tono objetivo, de crudeza asombrosa, detallando y analizando los hechos con afilado bisturí. Hace fluir las secuencias con una intención verista mientras que introduce una visión fantástica en los recuerdos del protagonista. Hay momentos de verdadero dramatismo que suponen un golpe seco en el estómago aunque escondan la virulencia de los actos -el suicidio del compañero de Rabadán en la cárcel o el parricidio rodado mediante un espejo son dignos de mención-. Durall sabe en todo momento lo que filma, aunque sepamos que haya una parte tendenciosa en el asunto. El resultado, un eficaz ejercicio de contención feroz. La historia, una fusión insólita de realidad y ficción.