Dirigida por la debutante Mona Achache tras un par de cortos, pronto empieza a trabarse entre las dudas sobre la elección del tono.
Adaptación de la muy vendida novela de Muriel Barbery titulada La elegancia del erizo, ambas responden con su temática al perfil de lectora y espectadora al uso, acomodada y bienpensante, entregada a los libros por entretenimiento en las sobremesas tediosas y en las transiciones del transporte urbano desde el trabajo a su domicilio y viceversa.
El inicio del relato ya propone una rápida identificación con la voz protagonista y conductora de la trama. La niña Paloma (Garance Le Guillermic) narra a su cámara de video la intención de suicidarse en el día de su cumpleaños debido a la incomprensión del ambiente familiar y vecinal donde reside, un lujoso edificio del centro de París donde habita gente acomodada, llena de prejuicios y convencionalismos burgueses.
La cinta, escrita y dirigida por la debutante Mona Achache tras un par de cortos, pronto empieza a trabarse entre las dudas sobre si elegir un tono pausado y contemplativo o entrar a conciencia en el punto de vista rebelde e infantil de Paloma. Sin decidirse, asistimos a una balbuceante primera media hora en la que no entendemos la angustia que le produce a Paloma su entorno para querer poner fin a su vida, ni la incomodidad que le supone vivir en el vecindario.
Resignados a admitir ese punto de vista, la trama crece en las escasas ocasiones que le cede a la voz a Reneé Michel, la portera del edificio que despreciada por todos se esconde en su bajo apurando las horas que le dejan en paz entre novelas y ensayos. Su personaje, interpretado con sabiduría por la actriz, guionista y directora, Josiane Balasko, es el único con algo de carne en el relato, carne que de nuevo la realizadora nos escatima, al ensimismarse precisamente con lo contrario que pretende denunciar.
Al llegar un nuevo vecino al edificio, el amable, sensible y millonario japonés Kakuro Ozu (Togo Igawa) renace la esperanza de la portera. Su habitual escudo de carácter evasivo y monosilábico cede ante el reconocimiento de su cultura por parte de Ozu, que la trata no ya como una vecina más, si no con especial predilección por su compañía.
En ese punto, la directora, lejos de ilustrar esta relación de modo diferente que a las pretendidamente desdeñadas relaciones burguesas, cae en la trampa de transformarlas en más ñoñas y burguesas todavía. Lugares comunes tan torpes como considerar todo lo japonés exquisitamente exótico o creer que la transformación de la espinosa portera sólo es posible a través del cambio de su aspecto externo.
Tan lamentable exposición de argumentos hubiera hecho las delicias de Luis Buñuel, cineasta que dedicó gran parte de su filmografía a poner a caldo a una clase social que, lejos de ser el motor de un mundo cambiante y evolucionado, se enquistó en la perpetuación minuciosa de sus privilegios y diferencias. Don Luis, se hubiera reído de lo lindo con la falsa y deliciosa pose burguesa de la cineasta y la escritora francesa que nos sonrojan con esta cinta.