Demasiada abstracción para una trama inexistente.
La nueva película de Salomón Shang es una de esas rarezas que pretenden pasar a los anales como cine de vanguardia pero que se pierden en su cometido. Supuestamente, se trata de un rendido homenaje al cine clásico y a esas pequeñas salas de barrio dedicadas a exhibir joyas del séptimo arte y condenadas a su extinción. Sin embargo, su escasez de ideas y una excesiva recreación de su mínima historia lastran el resultado.
Un hombre de mediana edad, cuya vida comparte entre una madre enajenada y un empleo como envasador de embutidos, acude regularmente a una de estas salas en la que él suele ser el único espectador. En el recinto encontramos a dos trabajadores más, una taquillera ajena a la simpatía y un proyeccionista mayor con más de una discapacidad física. El encarecido protagonista acude allí por dos motivos: el primero, su amor por los grandes clásicos de la historia del cine en versión original. El segundo, vive secretamente enamorado de la muchacha que le vende las entradas sin mirarle a la cara.
Una vez descubierto su argumento, que ocupa menos de una cuarta parte de su minutaje, no hay más misterios que desvelar. Los tres personajes pasean por los pasillos de la sala, se dedican a fumar cigarrillos, preparan palomitas, observan con atención las películas proyectadas, acuden al servicio… y así hasta llegar a unos tediosos 84 minutos de metraje sin nada más que decir. Podríamos estar hablando de un filme mudo, aunque unas escasas diez líneas de diálogo -pese a estar desprovistas de la ambición de variar el curso de la acción- copan el producto.
Tampoco se puede definir el género al que suscribe la obra. Lo que ha pretendido su realizador es verter una sucesión de ideas en torno a sus pasiones cinematográficas y musicales. Así, no pocas referencias pueden verse reflejadas en sus imágenes: planos que recuerdan a David Lynch, modos que reverberan a Jean-Luc Godard y a la Nouvelle Vague y guiños varios que descubren la afición de Shang por el cine de las vanguardias históricas se encuentran por doquier. Sin embargo, el mero placer estético no logra levantar las alas de la propuesta.
Porque precisamente en su lirismo es donde demuestra el director sus cualidades. Filmada en un crónico tono sepia, metáfora directa de la gris existencia de sus personajes, y fundida con excelsas partituras de Satie, Debussy o Chopin, Cinéclub consigue que el acto cotidiano que sucede en una sala de cine se convierta en algo extraordinario. Pero su elogio visual se ve afectado por la profusión de referencias estilísticas. Demasiada abstracción para una trama inexistente. Si se tratara de un mediometraje –o incluso de un corto- estaríamos hablando de toda una digna pieza de cámara de arte y ensayo. Pero no es así.