Hoy nos vamos al cine. No, no literalmente, pero pongan ustedes la pantalla y nosotros ponemos la historia. Para que nadie se indigne antes de lo necesario, en estos tiempos de ánimos crispados y trincheras cargadas de argumentos afilados, advertimos que la segunda parte en la segunda página enfoca al otro lado de la primera, complementándola.
Se corre la cortinilla, se apagan las luces, empieza la historia.
Jerónimo, a sus cincuenta y seis años, ha pasado épocas mejores. Nunca ha nadado en la abundancia, pero sí ha podido defenderse y salir adelante, en algunas épocas mejor que en otras. Nunca con tantos aprietos como ahora. Su enorme huerta, adquirida a través de varias generaciones a medida que sus frutos iban dando rendimientos, apenas es rentable por los bajos precios que le pagan, por mucho que al comercio estos lleguen con un encarecimiento del 900%. No lo entiende, pero no importa cuántas veces lo pregunte. Así están las cosas.
Podría haber vendido los terrenos cuando tuvo ocasión, habrían hecho bloques de apartamentos con vistas a la carretera y a las montañas –cosa que le sorprende, nunca fueron especialmente atractivas, pero durante una época, todo iba de hacer apartamentos–, no obstante pensó en que le gustaba su trabajo, en cómo había crecido en esa tierra y supo que echaría de menos levantarse y no amanecer en su huerta. El olor de la mañana, la brisa del campo.
Los últimos tiempos, no obstante, el tema se ha puesto más difícil: le están robando todas las naranjas. Inicialmente eran unos pocos, que paraban en la carretera y cogían tres o cuatro. A veces cogían bolsas enteras, y cuando la cosa se fue de madre, decidió poner vallas reforzadas. Las rompieron, y le costó más caro repararlas que lo que perdía en proporción. No valía la pena, había que asumirlo como parte del negocio. Subir ligeramente el precio, que los que compraran pagaran por los que robaban y los desperfectos que causaban. Como pagaban por los fertilizantes necesarios para acabar con los mosquitos.
Pero el nuevo problema era mucho mayor. Venían en furgonetas y camiones por la noche, y con una organización envidiable, grupos perfectamente instruidos hacían la recolecta de forma masiva y se iban en horas. Inconcebible.
Un día, en el curso de una de esas operaciones se despertó, salió airado y nervioso y no dio crédito a lo que veía: le estaban robando ante sus narices.
-Oiga ¿pero qué hacen? – Gritó.
El capataz encargado de la organización, se le acercó.
-Buenas noches. Hemos venido a recoger sus naranjas.
-Pero ¿qué dice? ¡son mis naranjas! ¡están ustedes en mi terreno!
-Lo sabemos, pero las estamos cogiendo. Las naranjas son un producto alimenticio, de primera necesidad. Hay un derecho a los alimentos inalienable al ser humano. Un derecho que está por encima de su ánimo de lucro…
-¡Pero qué dice! ¡es mi terreno!
-La tierra no puede pertenecerle a nadie, por definición. Poner vallas al bosque es antinatural, va contra la armonía de la naturaleza. Pero además, estamos cogiendo naranjas, que como alimento, es algo primordial para la humanidad…
Jerónimo, que no da crédito, mira a su alrededor absorto.
-¡Voy a llamar a la policía!
-Puede usted hacerlo, represor. Un puro acto de fascismo. Nosotros nos iremos antes de que lleguen, y volveremos cuando no estén. Tenemos la tecnología, como ve. Podemos coger lo que queramos… y ya sabe, esto es un alimento, que nos pertenece a todos…
-Pero… ¿qué van a hacer con tantas naranjas? ¿van a comérselas?
-Oh no… nosotros las vendemos. En otros mercados, de forma más barata. Pero como no hemos invertido en ellas, los beneficios nos salen redondos…
-Pero ¿qué decía del ánimo de lucro…?
-Oh sí, el suyo. El nuestro es otra cosa. Pero no se queje, lleva usted años con un modelo económico obsoleto, un modelo que afecta a un bien esencial. Modernícese. Búsquese la vida, busque nuevas formas de negocio…
-Pero… oiga…
Jerónimo duda. Quizá aquel avispado hombre tenga una solución, al fin y al cabo sus ventas han ido decreciendo en los últimos tiempos y los márgenes que le dejan los intermediarios son ridículos... así que decide preguntarlo.
-Y… ¿bueno, qué nuevas formas de negocio se le ocurren?
-No sé… yo realmente lo que sé es ir por la vía fácil, no me diga de ser creativo para otra cosa que la crítica o dar excusas para llevarme gratis lo que usted ha producido con dinero y esfuerzo. Pero algo habrá. Publicidad. Internet. Qué se yo.
-O sea que si pongo un cartel gigantesco aquí, para que lo vean en la carretera…
-No, no… qué grotesco sería… la publicidad es molesta…
-Pero oiga, usted lleva publicidad en su furgoneta, con la que me está robando mis naranjas, y por lo que veo está poniendo una pegatina con un anuncio en cada naranja...
-No me va a comparar… yo no soy una multinacional como usted…
-¿Que yo soy…? – Definitivamente no entiende nada, cómo se va a quedar Antonia cuando le diga que está casada con “un” multinacional.
-Anda, anda, no se me queje. Tengo aquí un manifiesto de varios cientos de miles de ciudadanos que ahora que saben que la alimentación es un derecho básico y que pueden tenerlo gratis robando naranjas o comprándomelas a mí a precio regalado, le odian…
-¿Por qué?
-Por hacer usted las naranjas.
-Pero…
-Sí, además muchos me compran otros productos de alimentación, no están interesados en absoluto en las naranjas, y le odian incluso más. Por quejarse y por querer lucrarse con sus ganas de vender alimentos… con la gente que muere en el mundo. Debería a usted avergonzarle. Con lo bien que vive aquí en la huerta, levantándose a las cinco de la mañana para hacer lo que a usted le gusta…
Jerónimo decide abandonar la discusión y se dirige con el pulso acelerado a su casa. Llama a la policía.
-Oiga… ¡me están robando!
-¿Las naranjas? – Le responde al otro lado la operadora – Creía que eran de dominio público… espere, en una hora le mandaremos a una unidad. Pero no pueden hacer nada sin mandato judicial, no se preocupe, en 7 meses podría usted obtener una resolución… si la otra parte no la recurre, claro… entonces serían unos años…