El infierno está asfaltado de buenas intenciones, dicen. Y muchas de ellas vienen envasadas en formas de consejo. “Dalo todo por aquello en lo que creas”. “Nunca te rindas”. “Escucha sólo lo que dice tu corazón”. “Si lo das todo, triunfarás”.
Cuánta frase hermosa y afilada, cuánta dependiendo del azar para materializarse en algo más que un eslogan o un mensaje con toques románticos. Cuánta marcando la ruta de nuestros Gps hacia el mencionado infierno.
El cine es especialmente generoso en ese tipo de máximas, y las esparce con mucha alegría en muchas películas. No es de extrañar, puesto que por un lado por su público masivo ha de simplificar el mensaje y edulcorarlo para que quien ha pagado la entrada esté haciendo una inversión en optimismo, sea más o menos documentado. Pero además el mensaje viene de un oficio en que es imprescindible la existencia de románticos y trabajadores vocacionales, y para ellos es parte esencial de su ideología. Además, al menos en la película en cuestión, los resultados confirman el acierto de estos románticos cineastas porque, aunque sea por esa vez, guionistas de mensaje optimista han triunfado llevando su libreto a la pantalla.
Pero ¿y todos aquellos que no lo lograron? ¿y todos aquellos que lo lograron sólo una vez, quizá lo suficiente para repartir en ella su único proyecto materializado, sus mensajes de optimismo? La cantidad de wanna-be que quedaron en el camino inspirados por ideas como las expuestas es sin duda mayor. Volviendo a los aforismos, entre los que lo dieron todo, están los que todo lo perdieron. Los que nunca se rindieron y al final vieron demostrado que debían haberlo hecho algo antes. Cuando mandaba el sentido común al menos. Los que escucharon el mensaje equivocado de su corazón, los que lo dieron todo y no triunfaron.
En todo caso son mensajes que, por el optimismo y apología de la entrega, son mejores que otros. Porque con palabras de desánimo o sin algo a lo que aferrarse, los que triunfan, por mucho que sean minoría, serían probablemente incluso menos. Y mejor caer derrotado que vivir con la derrota de no haberlo intentado. Un segundo ¿no es ese otro mensaje caprichoso que podría llevar a alguna que otra catástrofe personal?.
Capítulo aparte merece el mensaje que el cine manda a través de sus recurrencias y usos propios, a través de lo que llamamos “tópicos”. La forma de concebir las relaciones, los encuentros románticos, las fases de padecimiento necesarias como tensión pre-desenlace son la horma con la que muchas personas condenan sus relaciones una y otra vez por mucho que no terminen de ver resultados (luego llega la alopecia, las patas de gallo y entonces hay que buscar el romanticismo simplón del metesaca doble X, aunque ahí los cuerpos ya no acompañen). La cosa va más allá de una percepción propia: estudios de la Universidad Heriot-Watt de Edimburgo se preocuparon de diseccionar cómo el cine romántico afectaba a la percepción de las relaciones, y de ahí concluyeron que “los cineastas simplifican excesivamente el proceso de enamoramiento y dan la impresión de que es algo que se logra sin ningún esfuerzo por parte de la pareja”. Los resultados eran claros, y de tanto calado que incluso hay web fija desde la que ir recogiendo impresiones del público amebizado-romántico: www.attachmentresearch.org.
Quizá, volviendo a una cita que ya hicimos una vez en este blog, “el cine es cómo debería ser la vida”. Y entonces no sea culpa de quienes esperan que el guión les meta en pantalla y les dé el protagonismo debido, sino de las circunstancias, que impidieron que las cosas pasaran como debían...
A quién queremos engañar. Las películas son lo que son. Nadie intenta volar en mallas desde el balcón de su casa. Y si lo intenta, la gravedad lo pone en su sitio. Crean en los mensajes, en los buenos, pero lo justo. El optimismo no hace volar.