Para tratarse de una comedia romántica, el guión apenas ofrece momentos que muevan aunque sea a una leve sonrisa, y el romanticismo presente es tan elemental que sólo provoca sonrojo.
Connor Mead (Matthew McConaughey) es un guaperas que tiene un considerable éxito con las mujeres. Acostumbrado a la soltería y a los abundantes rollos de una sola noche, sin embargo, su presencia durante los preparativos de la inminente boda de su hermano pequeño desencadenará una serie de sucesos –las visitas del fantasma de su difunto tío Wayne (Michael Douglas) y de tres espectros femeninos– que le harán reflexionar sobre su actitud en el terreno amoroso.
Los fantasmas de mis ex novias toma el archiconocido Cuento de Navidad de Charles Dickens como obvia base para crear una –supuesta– comedia romántica durante el transcurso de la cual presenciaremos cómo el protagonista, cómodamente instalado en una rutina claramente placentera para él, irá descubriendo que su proceder hasta este momento era erróneo. Exactamente lo que nos temíamos al inicio del metraje, cuando nos los presentan tan alegremente que cualquier espectador avispado sabe con certeza que el personaje no tardará en acabar siendo guiado hasta el redil de los sacrosantos valores familiares hollywoodienses.
Matthew McConaughey repite prácticamente mueca a mueca el mismo personaje que le hemos visto en Novia por contrato o Como locos... a por el oro, aunque en esta ocasión su interpretación resulta de lo poco mínimamente salvable (si querían que Connor nos resultara cargante y odioso, desde luego lo han clavado). Jennifer Garner, que interpreta a la primera novia del protagonista –algo que según el rancio guión ya le da derecho a estar presente por siempre jamás en su vida, y a convertirse algún día en la madre de sus hijos– resulta sin embargo demasiado artificial. Más amena es la presencia de Michael Douglas, o algún ramalazo aislado por parte de Robert Forster (lástima de secundario indiscutiblemente desaprovechado).
Para tratarse de una comedia romántica, el guión apenas ofrece momentos que muevan aunque sea a una leve sonrisa, y el romanticismo presente es tan elemental y estereotipado que sólo provoca sonrojo. Además, la estructura dickensiana es tan transparente que ya sabemos en qué momento cambiará de actitud el personaje, convirtiendo prácticamente toda la película en un mero trámite realizado sin chispa ni demasiada imaginación, y que además irrita en algunas escenas, tan absurdas que nos preguntamos si realmente es cierto lo que estamos viendo en la pantalla.
En conclusión, otra comedia sensiblera del montón creada para propagar y defender a capa y espada una serie de valores –el amor verdadero, la entrega incondicional al ser amado– que ya casi sólo existen en filmes tan vulgares como éste.