Su mejor baza, un perfecto De Niro, quien aparece en prácticamente todos los planos
Todos están bien es el remake de una película de Giuseppe Tornatore de título homónimo que abordaba con espíritu lacrimógeno las relaciones paterno-filiales. Su versión norteamericana se presenta con un simpático póster que hace pensar en una comedia familiar bienintencionada de trasfondo navideño, con lucimiento de sus actores de cabecera incluido. Lejos de eso, pronto descubrimos que se trata de una dolida elegía sobre los conflictos generacionales una y mil veces retratados en el cine reciente.
De Niro -Marcello Mastroianni en su versión primigenia- se mimetiza en la piel de Frank, un hombre jubilado y viudo a quien la soledad persigue a diario, y cuya única misión en la vida consiste en tener el jardín de su casa en perfecto estado. Cuando la que él pensaba que sería una reunión familiar con sus cuatro hijos se tiñe de ausencia, el sufrido padre, aquejado de una afección pulmonar severa, decide embarcarse en un viaje para hacer una visita sorpresa a sus vástagos, todos ellos adentrados en la treintena. Descubrirá que su visita no sólo resulta un estorbo para sus descendientes, sino que estos no serán capaces de contarle la verdad de sus vidas a quien había sido antaño un padre autoritario y severo.
Kirk Jones, quien ya había dirigido la simpática Despertando a Ned, recrea aquí una historia familiar profundamente triste, a la par que rutinaria, y hace que su mejor baza sea un perfecto De Niro, quien aparece en prácticamente todos los planos del filme. El actor hace honor a su carrera consiguiendo ser el epicentro del relato arrancando la emoción del espectador. La presencia de nombres siempre atractivos, Barrymore, Beckinsale o Rockwell, pese a que aquí resultan desaprovechados y limitados por sus breves intervenciones, resulta bienvenida.
Bajo un arranque prometedor que anuncia las bases sobre las que asienta el producto, Todos están bien se revela así como una cinta dramática engañosa que narra la incomunicación entre un padre y su prole de forma dispersa y sensiblera para lo que pretende relatar. Unos manipuladores momentos de la infancia de los descendientes, además de una extraña secuencia onírica que parece querer desvelar la verdad oculta, son las simples herramientas encargadas de querer darle trascendencia diacrónica al asunto. Por el contrario, acabará cayendo en un manierismo ramplón que defrauda las expectativas generadas en sus prolegómenos.
En la desigualdad de la propuesta tiene mucho que ver que mientras que las secuencias que describen la soledad del padre hablan por sí solas, los momentos en los que los hijos refutan la inesperada visita paterna se resuelven artificialmente. Por suerte, su protagonista sabe entender al hombre a quien interpreta, y lo hace notar en todo momento.