Posa la cámara en momentos cotidianos en los que el silencio y los sobreentendidos son tan significativos como las frases que se dicen.
Cuentan que a Francisco Umbral, en las innumerables presentaciones de libros a las que asistió, siempre se le acercaba alguna señora para decirle: “Ay, señor Umbral, si yo le contase mi vida... ¡eso si que es para una novela!”. A lo que, invariablemente, el escritor respondía: “Señora, todas las vidas son dignas de una novela, el problema está en saber contarla.”
La anécdota viene al caso del tema de El mejor, que no es otro que la evolución del dolor en una familia que ha sufrido una terrible pérdida. El asunto ha sido llevado a la pantalla cientos de veces. De hecho, suele ser el material favorito de un género muy fecundo, el melodrama televisivo, casi siempre con unos resultados muy discretos en los que se busca el sentimentalismo de un público somnoliento y predispuesto a la emoción sin grandes complicaciones.
No es el caso de la película escrita y dirigida por la debutante Shana Feste. El accidente mortal de Bennet (Aaron Johnson), hijo mayor de la familia, deja un reguero de amargura en su familia con la particularidad de que cada uno de ellos la somatiza de un modo distinto. Esta es una de las mayores virtudes de la historia, el prisma humano que su guionista nos deja ver en la respuesta de cada uno de los personajes a un mismo suceso desgraciado.
Allen Brewer (Pierce Brosnan), el padre, es un profesor de matemáticas que pretende aislar su dolor evitando hacer cualquier mención o recuerdo al hijo recién fallecido, imponiendo un estado de normalidad ante un hecho excepcional en su vida. Le traiciona su propio subconsciente, ya que Allen por la noche es incapaz de dormir. Grace (Susan Sarandon) se obsesiona hasta tal punto con la agonía que pudo tener su vástago que inicia un camino de obsesión y sufrimiento para conocer qué pasó en el momento del accidente, exactamente durante los diecisiete minutos de agonía que su hijo sufrió hasta la muerte. Ryan, (Johnny Simmons) el hermano pequeño del fallecido, queda tan relegado en el panorama familiar que se refugia en las drogas para superar la pérdida de un hermano que siempre ejerció un papel protector respecto a él.
La segunda virtud de la narración radica en la elección de sus secuencias y en sus estupendos diálogos. Lejos de acomodarse en una puesta en escena banal, Feste posa la cámara en momentos cotidianos en los que el silencio y los sobreentendidos son tan significativos como las frases que se dicen. Así, mucha de la información que se suministra de los protagonistas proviene de sutiles diálogos u observaciones de la cámara, más que de una evidencia narrativa subrayada por la realización. Qué pena que esta contención a lo largo del film quede truncada en el cuarto de hora final, donde la imposición comercial de un final redentor y feliz da al traste con un interesantísimo ejercicio de exploración psicológica.