Los Coen narran la estupefacción de su protagonista por la indiferencia divina ante su desgracia.
Seguir la carrera de los hermanos Joel y Ethan Coen es una de esas delicias que el cine nos tiene reservado a los aficionados en este nuevo siglo. Lejos de sentirse aprisionados por la industria norteamericana cuyo lema es más grande, más exitoso, más beneficioso, los Coen siguen un camino parecido al que ha marcado Woody Allen en la satisfacción de su oficio entregando una película anual y cada vez más pequeña, más precisa, más afilada en sus intenciones.
Ni mucho menos se debe a una falta de ambición de los cineastas. Los Coen encuentran en este tipo de proyectos un vehículo perfecto para sus inquietudes. Apenas un par de localizaciones exteriores y cuatro o cinco interiores les bastan para establecer los parámetros del mundo que quieren diseccionar. En esta ocasión repiten un tema que ya es habitual en sus cintas: el enfrentamiento del individuo con las normas establecidas. Toda la filmografía de los hermanos tiene este asunto de fondo.
Pero ha sido en esta cinta donde han llegado al epicentro de la cuestión, al trasunto de su inspiración, al enigma que estaban rondando. Un tipo serio analiza la estupefacción del ser humano ante la jurisdicción divina en la Tierra: la religión y sus representantes.
Siendo los Coen judíos y siendo Hollywood uno de los principales baluartes de la comunidad en los Estados Unidos sorprende que esta película haya saltado a las pantallas sin dificultad, porque en sus imágenes se esconde un trallazo de furia hacia sus normas, un latigazo de ironía hacia sus costumbres y un infinito sarcasmo y compasión hacia sus representantes. La jugada recuerda a lo que Luis G. Berlanga hacía en la España franquista saltándose la censura. Hilaba tan fino sus críticas que eran imperceptibles para la obtusa mente censora.
El haber prescindido en esta ocasión de actores de renombre ha enriquecido la finalidad de la fábula. Confiados en la máxima depuración de su estilo (planos cortos y sin movimientos de cámara, encuadres perfectos y limpios con no más de dos personajes, puesta en escena escueta, montaje narrativo) los Coen cuentan la estupefacción de su protagonista por la indiferencia divina ante su desgracia.
Larry Gopnik (Michael Stuhlbarg) es un tipo serio, cumplidor de todas su obligaciones morales, profesionales y personales. Pero cuando su vida se convierte en un rosario de desgracias de la que todos sacan partido y decide pedir ayuda moral y práctica para superarlas, se enfrenta a un muro de incomprensión en el que sus actos ejemplares no son ningún aval para recibir consuelo. Dios le ahoga con su silencio. Basta, sin embargo, un sólo acto impuro para que toda la ira divina se desate contra él.
De este modo, los cineastas de Minneapolis se atreven a poner en entredicho siglos de tradición en los que las doctrinas religiosas han convertido a los individuos en piltrafas, en seres débiles vapuleados por el azote de sus sentimientos, instintos y deseos previamente castrados por años de aprendizaje carcelario de morales decadentes y retrógradas.
Los Coen ya no son de este mundo. Ya no narran aventuras para el entretenimiento del público sino que filman ensayos, especialmente sobre la perplejidad del individuo ante la sociedad que les ha tocado vivir. Y su aportación es que lo hacen desde una brillante y afiladísima inteligencia cómica, eso sí, no apta para perezosos.