Ricky

François Ozon ha demostrado ser un realizador todoterreno cuyo siguiente proyecto siempre supone una nueva etapa rupturista frente a su anterior obra. Esa cualidad le convierte en un jugoso caramelo para certámenes cinematográficos, siendo además uno de los realizadores más prolíficos del país galo. Sus repartos suelen contener nombres sobradamente conocidos del cine francés, en tanto que la provocación parece ser una de sus señas de identidad mientras salta de género de género con asombrosa eficacia.

Entre sus producciones, podemos encontrar un atípico musical aderezado con las leyes de un cluedo (8 mujeres), la adaptación de una conocida fabula infantil en clave pervertida y distorsionada (Los amantes criminales) o aquel teorema metalingüístico sobre la creación literaria con aires de cine negro (La piscina).

Ahora estrena (con un segundo filme reservado para este año) Ricky, con la presencia de nuestro internacional Sergi López (quien parece estar engarzando producciones sin freno), y una sugerente Alexandra Lamy como madre coraje. Como no podía ser menos, se trata de otra obra modelada en lo extraño, aunque esta vez se enmarque en lo cotidiano. Además, Ozon, siempre interesado en redefinir el núcleo familiar y su estructura clásica, tiene aquí la oportunidad perfecta de maniobrar otra pirueta al respecto.

El argumento nos presenta a Katie, una madre soltera con dos hijos dará a uno de ellos en adopción por no poder mantener a ambos vástagos. Más tarde conseguirá rehacer su vida al lado de un hombre que conoce en su entorno laboral y engendrará un nuevo hijo con él. La llegada del pequeño desestabilizará a la pareja a la vez que demostrará unas peculiaridades en su comportamiento: éstas culminarán con la aparición de unas protuberancias en su espalda a modo de alas que se le irán desarrollando a través de los días.
Por mucho que la familia decida ocultar el fenómeno, no podrá evitar que salga a la luz pública.

Ricky, se abre con una larga secuencia fija que contempla de cerca a Katie, llorando desconsolada mientras relata cómo su marido los ha abandonado a ella y a sus dos hijos. Es el prólogo de una primera parte que se ajusta al melodrama de tendencia social. Pero este no es el género que define la obra. Ozon desconcierta al introducir una vuelta de tuerca insólita, casi surrealista, que traviste la elocuencia dramática inicial en una fábula contenida y bizarra, que le servirá al realizador para desplegar toda su curiosidad entomológica. Es como si una criatura del universo de David Lynch despertara súbitamente en el seno de una familia de la clase obrera dentro de un filme de Ken Loach. De modo intrigante, el director no altera ritmo alguno cuando se sucede el inesperado viraje argumental sino todo lo contrario, opta por seguir filmando como si nada hubiera pasado, como si los personajes siguieran con sus mismas vidas a pesar de la convulsión que les acontece.

Quizá es en esta distancia que toma Ozon respecto las circunstancias, donde el filme no pueda elevarse más que a ras del suelo pese a contar con un buen par de alas. Si bien la cinta está limitada por su condición de melodrama con factura de sobremesa, el realizador sí sale airoso en otros menesteres. Domina un trazado milimétrico del retrato de sus personajes y vuelca todo un efecto mariposa de dilucidaciones morales que hacen que el buen pulso narrativo mantenga un tímido, aunque correcto tono. Todo ello para deconstruir y posteriormente volver a erigir las convenciones de la institución familiar: su epifanía final, teñida de extraña ambigüedad, otorgará la redención a los implicados.