Reflexión visceral sobre la corrupción de las emociones humanas ante situaciones extremas y su poder narcótico.
“La adrenalina de la batalla es una potente adicción y, a menudo letal, en tanto que la guerra es una droga”. Con esta cita del cronista y corresponsal de guerra norteamericano Chris Hedges abre el fuego Kathryn Bigelow en su última obra, En tierra hostil. Esta controvertida premisa sirvió a la realizadora y a su co-guionista Mark Boal, periodista que convivió con una unidad de desactivación de bombas en Bagdad, para articular este artefacto de relojería que puede hacer estallar más de una sensibilidad. Y desde su impecable secuencia de apertura, Bigelow declara sus intenciones: estamos ante una cinta bélica de acción trepidante e introspectiva que vibra en la mayoría de sus fotogramas.
La propuesta se articula mediante un enfebrecido montaje de planos de estilo documental y una artillería pesada de recursos visuales, con los que la realizadora sigue, durante un mes, a una brigada de soldados especializados en la detección y desactivación de explosivos en zonas de combate iraquíes. Con este planteamiento narra la incorporación al cuerpo de elite del temerario sargento William James, quien toma el relevo del cabeza de mando fallecido durante una operación. Sus métodos poco ortodoxos revelarán en él una tendencia adictiva al riesgo que pondrá en peligro la vida de sus compañeros.
El enclave y sus connotaciones geopolíticas poco le importan a Bigelow. No encontramos rastro de una crítica a la administración Bush; tampoco emite juicio de valor alguno; ni tan siquiera pretende ofrecer lecciones discursivas sobre la vida de los soldados en una guerra. Por el contrario, supone toda una reflexión visceral sobre la corrupción de las emociones humanas ante situaciones extremas y el poder narcótico que estas pueden tener. Un compendio de ideas sobre el hombre y las fuerzas a las que se enfrenta en situaciones límite.
Renunciando a seguir toda pauta narrativa clásica, no hay trazado argumental definido, su cadencia hilvana pedazos, en ocasiones un tanto deslabazados, del equipo protagonista que, a pesar de contar los días para que acabe su misión, siente una extraña atracción por pisar el suelo de combate y apuntar hacia el enemigo. La ex-esposa de James Cameron, contra quien medirá fuerzas en la próxima gala de los Premios de la Academia, posee un sentido energético de la acción que combina la espectacularidad de las secuencias con la distorsión de las capacidades humanas, para descubrirnos finalmente que lo que está relatando es una realidad por enfermiza que pueda parecer.
En este sentido, Bigelow va despojando progresivamente las capas de su obra para ir más allá de un simple filme bélico. Si en su primera mitad se centra en la acción sin concesiones, el resto parece querer virar hacia una dirección más humana que refleja las soledades y las bajezas de los soldados. Es en este contexto donde la realizadora logra crear un trazado psicológico del complejo protagonista (un desconocido aunque enorme Jeremy Renner, acompañado por un elenco de excelentes interpretaciones) quien encarna el ejemplo perfecto de hasta dónde la guerra puede aniquilar cualquier vestigio de humanidad, dejando la adrenalina como único sentido: su alma pertenece a la supervivencia y al desafío en suelo extranjero, su particular tierra hostil se encuentra finalmente entre las banalidades cotidianas, que implican ir al supermercado o pelar zanahorias.
Rodada con un nervio hiperbólico, The hurt locker (en su título original, término coloquial que hace referencia a un sitio o experiencia lleno de dolor) es una película en que sus pasajes electrizantes y modélicos dominan la contienda. Consigue crear una atmosfera opresiva, casi insostenible, que atrapa irremediablemente al espectador y lo traslada al epicentro de la barbarie. No sólo por describir con precisión milimétrica el proceso de desactivación de cualquier artilugio explosivo, sino también por saber transmitir ferozmente la tortuosa inquietud de oler la muerte cerca.