Los responsables del film abusan, especialmente en su desenlace, de una concepción de lo humano tan rancia y farisaica como la que nos rodea, cuya impotencia ha quedado sobradamente demostrada.
De modo elocuente, lo fantástico —el género más representativo, pese a quien pese, de esta época profundamente convulsa bajo sus atildadas apariencias— ha ido permeando en los últimos años el cine opuesto, ése definido como “de prestigio” que aspira con gravedad consciente a tomarle el pulso a nuestro consenso sobre lo real.
A la nobleza manifestada en el usufructo por títulos como Anticristo o La cinta blanca, se opone la mala conciencia de otros como The Road, el tosco afroamerican gothic Precious o la estéril A Ciegas, que, como esclareciese Roberto Alcover en palabras también aplicables a la película que ahora nos ocupa, constituía “un intento por intelectualizar materiales de derribo que se queda lejos incluso de la serie B más trajinada”.
Como la realización de Fernando Meirelles, también The Road es una película fantástica a la medida de espectadores que detestan el fantástico; espectadores de clase media mental que han renegado siempre del cine post-apocalíptico —por considerarlo morboso e inmaduro— y que, en cambio, verán The Road al reclamo de la novela homónima del renombrado novelista Cormac McCarthy (No es país para viejos) en que se basa, la presencia en su reparto de atractivas estrellas como Viggo Mortensen y Charlize Theron, un envoltorio formal aseado, y no pocas críticas que han incidido en los “profundos y emotivos valores humanistas que atesora el film” …cuyas imposturas son precisamente las desveladas sin complejos por el tipo de cintas sobre el que hablamos y que tanto suele disgustar.
El artista Hisaharu Motoda ha acuñado el término “neo-ruinas” para referirse a paisajes devastados como los que recorren el protagonista de The Road y su hijo, esos paisajes devastados en los que la cultura popular se está empeñando en ubicar una y otra vez sus ficciones, y que son los que nosotros transitamos a diario. La resaca del 11-S y la crisis endémica a todos los niveles que padece Occidente, “esa lasitud ambiental que conforma el cuadro más propicio para el sueño, la muerte o la catástrofe” (Vicente Verdú), han propiciado una relación creativa con el ahora que Cormac McCarthy describía en la novela original como una sensación de “tiempo prestado y mundo prestado y ojos prestados con que llorarlo”.
Aunque la adaptación del texto de McCarthy a cargo de los interesantes Joe Penhall (guionista; El Intruso, 2004) y John Hillcoat (director; La Propuesta, 2005) se atiene a los hechos narrados, es incapaz de recrear o reinterpretar su ambigüedad, una mirada sobre nuestra condición que certificaba —como expresa la frase apuntada— lo caduco de ciertas ideologías consagradas, máscaras a la postre de una naturaleza cruel que las necesitó mientras duró el baile de disfraces, y que ha revelado al amanecer su verdadera, desfigurada faz.
Penhall y Hillcoat mantienen durante todo el metraje un tira y afloja ético y sin duda conmovedor entre las implacables actitudes de un hombre obligado a todo para que su hijo sobreviva, y un niño cuyo comportamiento futuro, su construcción como persona, dependerá de lo que vea como ejemplo. Pero abusan, especialmente en el desenlace del film, de una concepción de lo humano tan rancia, tan bienintencionada y farisaica como la que nos rodea, cuya impotencia ha quedado sobradamente demostrada.
No se trata de que The Road acabe mejor o peor, sea optimista o pesimista, sino de la incongruencia que supone por parte de sus responsables mostrar un mundo desolado como consecuencia de su erección sobre categorías erróneas, y la conclusión de que esas categorías siguen siendo las únicas que seguirán garantizando nuestras cualidades humanas, cuando lo que están haciendo es apuntalar otra vez las mismas virtudes hipócritas y los mismos vicios de fondo. Es lo que hace de esta película, si se nos permite el tremendismo, un producto conformista hasta llegar a lo irresponsable, y profundamente realista en el sentido más siniestro y suicida del término.