En el año 1987 se estrenaba El padrastro, un pequeño thriller psicológico que ofrecía el concurso de un excelente Terry O’Quinn. Se trataba de un sólido cuento de suspense moderno que, pese a que en el momento de su estreno no gozó de repercusión, con el paso de los años alcanzó en algunos círculos la categoría de filme de culto.
Rodado con escasez de medios, El padrastro dibujaba el retrato de un asesino en serie obsesionado por crear la unidad familiar perfecta. Esa misma escasez, en los tiempos en que el remake es palabra obligada en el panorama cinematográfico -y en la que todos los filmes de terror de aquella década están siendo revisitados- obligaba a una adaptación funcional de la historia.
Siendo el objetivo de estas revisiones actualizar los contenidos de la obra a la que versionan -o si gozan de fortuna y pericia, mejorarla- El Padrastro falla en todos los sentidos. Psycho-thriller en el envoltorio, tele-movie en su interior, da con una insulsa cinta que lucha por alcanzar la hora y media de rigor, convirtiéndose, pese a sus esfuerzos, en un ejercicio asombrosamente plomizo que no da con el entretenimiento mínimo. De hecho desde su secuencia de apertura se adivinan sus dotes, con una toma plagiada plano a plano demostrando su falta de inventiva.
Carente de sangre, de sustos y de sexo, El padrastro se abstiene de todo lo que una película del género al que se suscribe debería ofrecer. No encontramos ni siquiera intención de explicar las motivaciones psicológicas del protagonista perturbado ni lógica alguna en la resolución de las situaciones. Tampoco hay rastro del humor azabache del original, ni se puede leer como una satírica subversión de los valores tradicionales de la familia.
Más sugerente debería ser el reemplazo del sexo de su protagonista adolescente. Mientras que en su primera versión una joven de dieciséis años rechazaba a su estrenado padre creando así una suerte de complejo de Edipo, hoy encontramos a un muchacho rebelde que se enzarzará con el futuro esposo de su madre en una lucha de fuerzas masculinas. El maligno padrastro toma aquí el rostro de Dylan Walsh, quien parece caricaturizar al personaje a quien da vida, algo que casi se agradece dada la nula entidad del subproducto. Pero el reclamo publicitario máximo es Penn Badgley, protagonista de esa serie-fenómeno social estadounidense llamada Gossip girl, que aquí resulta imposible de creer como torturado héroe teenager.
Nelson McCormick, quien ya se había encargado de otra nueva versión de otro mito del slasher ochentero, nos propone por lo demás seguir un hilo endeble de vacuos diálogos, secuencias previsibles hasta el hastío y muertes esterilizadas, incapaces de crear suspense o momentos de tensión. La ración de jóvenes bien apuestos y la presencia de una banda sonora repleta de canciones estruendosas cumple, eso sí, con devota obligación su cometido.