Hablábamos la semana pasada del incremento de nominaciones en los Óscar, de la utilidad comercial de esa pegatina en el poster promocional y su efecto en taquilla, así como de su posible degradación cuando la técnica se sobreexplota.

No obstante, éste no es sino un despropósito que se suma a muchas otras contradicciones previas, solo que en el caso concreto la solución más aconsejable pasaba por algo tan sencillo como estarse quietecito, dejar las cosas como estaban y no encaminarse por una vía que puede degradar unos premios en los que siempre hay margen para la sorpresa y la incomprensión (cosa prácticamente inseparable de cualquier ceremonia de esta naturaleza).

Por contra, hay casos de difícil solución. Uno de ellos se refiere a la comparación que queda entre los galardonados en distintos años, en los balances muchas veces esquizofrénicos que se hacen entre premiados de distintas temporadas. Porque hay algunas enormemente fértiles que dan con luchas despiadadas entre cintas que merecían igual reconocimiento, dejando a grandes películas sin la preciada estatuilla, en tanto otras el premio se lo llevan cintas mediocres, quedando igualadas para siempre a genialidades del pasado que sí se ganaron el premio. ¿Qué hacer para resolverlo? ¿decretar categorías desiertas? ¿negar el premio tras enumerar a los nominados observando el desconcierto de todos los allí congregados mientras el showman del momento se retira con tío Óscar por el mismo lugar por el que vino?

Lo cierto es que si estas cuestiones ya se dan en una ceremonia que recoge a su manera la cinematografía mundial (aunque se haga con la vía de la película extranjera como forma de recoger exotismos de otros países, que nunca serán realmente aceptados por el público USA), ¿qué no va a pasar en una ceremonia menor, de corte localista, autocomplaciente por un día a la hora de ponerse medallas tras un año ejerciendo de plañideros en la cola de las subvenciones?

Esa es la otra realidad, la de unos Goya que cada año se enfrentan a sus propias polémicas, a un desprecio por la audiencia que choca con el enorme revuelo y repercusión que se le da en los medios y que nadie fuera del sector acierta a entender. Las trescientas nominaciones que acapara la película simplemente digerible del año, no ayudan. Que deba darse un premio por categoría cuando nuestra aportación en ciertos géneros es tan limitada, menos. Y si hay un proyecto medio-español con aportación extranjera, la misma fuerza que trata de colarlo para dar dignidad al asunto choca con otra que prácticamentelo tacha de intruso o tramposo: venir aquí con lindezas.

Quizá, como en toda ceremonia, la cosa nunca fue del cine. Es sólo la música de fondo, en realidad se busca sólo la ocasión para pasear a las figuras conocidas del establishment patrio para hacer un show de famoseo en el que a nadie fuera de los cinéfilos le interesa demasiado quién va a ser premiado ni en qué concepto. Al final se trata de mostrar las caras visibles del entretenimiento patrio descubriendo sus vergüenzas cuando no les asiste un guión, debiendo ceñirse a agradecimientos monótonos cuando no hay reivindicación fácil que proferir en cómodo tono reivindicativo y luchador. Algo que se traduce inevitablemente en críticas a la forma en que la ceremonia se llevó a cabo, encorsetada entre la supuesta seriedad del evento y la previsión de esas críticas que seguro recibirán el día después.

Quizá sean todas excesivas y tan injustificadas como nuestra visión del tema. Un producto de la inconsciencia, capaz de descuidar el valor de un somnífero efectivo en los tiempos que corren.