No hay en "Percy Jackson y el ladrón del rayo" ni un átomo de magia o creatividad; sólo un encadenado de planos que buscan desesperadamente invocar el éxito generador de una nueva franquicia.
Nos hallamos ante una adaptación de la novela de Rick Riordan El ladrón del rayo: Percy Jackson y los Dioses del Olimpo, publicada en nuestro país por la editorial Salamandra como primer jalón de una serie que abarca a fecha de hoy cinco títulos. El mayor mérito de los textos de Riordan estriba en haber renovado entre los lectores adolescentes el interés por la mitología griega, al hacer del joven Percy Jackson un semidiós —hijo de Poseidón y una humana— cuyas fantasiosas aventuras en los Estados Unidos de hoy actualizan el inagotable acervo de fábulas y leyendas helenísticas.
A Riordan le costó once años publicar El ladrón del rayo, pudiendo hacerlo finalmente en 2005 gracias a la repercusión del fenómeno Harry Potter. Y el éxito de las películas basadas en las novelas de J.K. Rowling es asimismo la razón evidente de que la productora 20th Century Fox se haya animado a producir la primera aventura de Percy Jackson, no por casualidad puesta en escena por Chris Columbus, quien dirigiese las dos peripecias iniciales del aprendiz de mago: Harry Potter y la Piedra Filosofal (2001) y Harry Potter y la Cámara Secreta (2002).
El problema es que El ladrón del rayo se estrena cuando ya han hecho estragos en la paciencia del espectador adulto los alumnos de Hogwarths, los vampiros y licántropos de Crepúsculo, los hermanos Pevensie de Narnia, los High School Mutants, Eragón, Frodo, y demás criaturas sembradas en la literatura y cosechadas en el cine de la última década para regocijo de esos consumidores púberes transformados en amos y señores de la cultura popular. Consumidores cuyas escasas inquietudes culturales y existenciales han inducido ficciones a su medida, es decir, poco imaginativas pese a las apariencias, nada inventivas en tanto adaptaciones, y de una irritante complacencia con ellos: desde la pantalla no hace más que reiterarse la cantinela sobre lo maravillosos que son y lo mucho que merecen por extraños designios, nunca por méritos propios.
Defectos que se repiten en Percy Jackson y el ladrón del rayo. Cuando se inicia el film, nuestro protagonista (interpretado por Logan Lerman) nos es presentado como un chaval criado en un entorno conflictivo, que sufre de dislexia y déficit de atención. Sin embargo, apenas descubrimos que su estirpe se remonta al Olimpo y que tiene diez días para averiguar quién ha robado el rayo de Zeus (delito del que es culpado y que podría provocar una guerra entre dioses), todo se transforma en un paseo para Percy, capaz por igual de vencer sin despeinarse a la Gorgona, la Hidra y otros monstruos mitológicos, de instaurar la paz en su hogar a golpe de corrección política, y de encandilar a Annabeth (Alexandra Daddario), hija de Atenea y compañera de correrías.
El tedio que induce un sustrato dramático tan endeble se multiplica por mil debido a su mecánico desarrollo a modo de fases de videojuego; sus mediocres efectos especiales, diálogos e interpretaciones —tanto da si de actores primerizos o consagrados—; y una realización plúmbea, ya característica de las mentadas La Piedra Filosofal y La Cámara Secreta. No hay en Percy Jackson y el ladrón del rayo ni un átomo de magia o creatividad —salvo, quizás, en lo que respecta a la equiparación de la mitología griega con la norteamericana, a cuenta de los escenarios que se transitan—; sólo un encadenado de planos que buscan desesperadamente invocar el éxito generador de una nueva franquicia.
No sabe uno si se producirá el anhelado efecto en las taquillas, pero sí nos atrevemos a vaticinar que no será tanto como para que las cinco aventuras literarias de Percy Jackson se traduzcan en imágenes. Aunque no somos precisamente forofos de Harry Potter, debe reconocerse que sus peripecias desprenden algún carisma, mientras que las de su interlocutor neoyorquino tienen el atractivo de una ameba muerta. Si se piensa que ha sido así teniendo como base la mitología griega, es como para arrojar a Chris Columbus y sus cómplices al Averno.