"Shutter Island" combina las perennes inquietudes existenciales de Martin Scorsese y sus maneras crispadas con un atrevimiento como hacía años no percibíamos en su cine.
La cuarta colaboración del actor Leonardo DiCaprio con el director Martin Scorsese, Shutter Island, se inicia como acababa la segunda, El Aviador (2004): un hombre afronta con expresión descompuesta su propio reflejo, y vislumbra los demonios interiores que empiezan a conjurarse contra él. Los espejos son motivo recurrente en la filmografía de Scorsese ya desde sus primeros cortometrajes (The Big Shave, 1967), y nos han brindado momentos memorables en Taxi Driver (1976) o Toro Salvaje (1980).
Scorsese expone con ese recurso el tormento bipolar sufrido persistentemente por sus personajes: sus identidades se revelan frágiles construcciones sometidas a una conciencia moral incapaz, pese a todos sus esfuerzos, de reprimir los impulsos disgregadores que genera la voluntad primigenia de vivir; por otra parte, la coerción ejercida por el otro a través de la mirada, transforma al sujeto en pieza representativa forzada de un escenario sociohistórico lógicamente al borde perpetuo de la explosión.
Shutter Island combina estas inquietudes existenciales de Scorsese y sus maneras crispadas con un atrevimiento como hacía años no percibíamos en su cine. Quien espere una simple adaptación de la novela homónima escrita por Dennis Lehane (Mystic River), es decir, un thriller enrevesado con desenlace chocante, se llevará una decepción. De hecho, si algún defecto tiene la película es el no funcionar del todo como muestra del género en que se inscribe: ni siquiera Martin Scorsese puede mantener en vilo al espectador durante los ciento cuarenta minutos que dura Shutter Island, reiterativos y farragosos en más de una secuencia.
Pero, ¿no son tales defectos los que singularizan precisamente nuestros sueños más angustiosos? Shutter Island parte de un planteamiento inteligible: dos agentes de la ley investigan la desaparición de una paciente en un psiquiátrico ubicado en la isla que da título al film. Pero Scorsese lo pervierte pausadamente merced al ánimo expresionista que caracteriza sus imágenes; la narración lógica facilita un acceso insospechado a la pesadilla alegórica.
Las estrategias formales que inducen esa mutación pasan por remitirse —como han destacado muchos críticos y el propio Scorsese— a Jacques Tourneur, Orson Welles, Alfred Hitchcock, David Lynch y otros realizadores tan consagrados como peculiares, que el director de Shutter Island conoce al dedillo gracias a su condición de cinéfilo empedernido, y con quienes establece un fértil diálogo que enriquece con nuevas premisas: al abandonarse sin reservas a lo digital tanto en lo relativo a la fotografía como a ciertos efectos visuales, y al potenciar una estructura argumental que recuerda a los videojuegos de investigación no lineales creados por David Cage, Scorsese —como Zack Snyder en 300, Peter Jackson en King Kong o James Cameron en Avatar— no hace sino reinterpretar algunas virtudes del viejo sistema de estudios, aquella capacidad para materializar en pantalla atmósferas intensamente evocadoras a través de decorados controlados, metodología que cayó en desuso por la influencia del neorrealismo y la Nouvelle Vague.
Pero, en definitiva, si Shutter Island merece su adscripción con nota a determinado acervo cinematográfico, es por su acercamiento a las instituciones mentales, los enfermos y los psiquiatras, las fronteras entre rebelión y delirio. Desde El Gabinete del doctor Caligari hasta El Intercambio pasando por Corredor sin Retorno, Lillith y Alguien Voló sobre el Nido del Cuco, muchas han sido las películas que a lo largo de la historia del cine han usado el tema de la locura como excusa para elaborar reflexiones que, como señalábamos al principio, siempre han interesado a Scorsese y en Shutter Island se reflejan con crudeza y hasta paranoia. Lo perturbador de la película no tiene tanto que ver con la intriga, como con su brutal constatación final de que cualquier orden establecido obliga a escoger entre vivir auténticamente la vida con lo que ello implica en términos de asocialidad, de monstruosidad, o vivirla sin vivirla, como aquellos a quienes interesa tildar de buenas personas.