A la mediocridad del resultado ayuda en parte las expectativas propias que genera Jackson, la idea de que su firma ha de llevar a algo más.
La forma en que un creador absorbe el éxito cuando éste llega, más si lo hace de forma sobredimensionada, resulta determinante en sus futuras obras. Puede envanecerse, quedar por encima del bien y del mal de tal manera que eso se traduzca en rodajes caprichosos que en muchos casos queden alejados del público, como es el caso de figuras como Oliver Stone y sus documentales propagandísticos a mayor gloria de Castro. Puede dar para administrar confianza y sin presión seguir haciendo lo que a uno le sugiere la vocación o el instinto, como a menudo ha parecido actuar Steven Spielberg, dotado de una visión comercial que ayudaba a su propio sentido del equilibrio. Puede, por otro lado, que surja la necesidad de hacer algo pequeño, de contrarrestar los grandes trabajos previos y tomarse un respiro, como parece haber sido la elección de Peter Jackson con Lovely Bones.
No obstante, antes de la que nos ocupa el realizador respondió al ciclón de Frodo y la tropa del anillo demostrando querer seguir en la cresta de la ola. Todavía cargado de energías y con los excesos calóricos de su cuerpo serrano rindiendo a toda máquina, se lanzó a los brazos de King Kong con la excusa de una deuda personal hacia aquella. Pero ahora, liofilizado por algún régimen marciano, lo que queda de un Jackson escurrido en el recuerdo colectivo ha optado por la adaptación de un relato que cruza el drama, una visión íntima y toques fantásticos, para con su presencia dar con un producto que bien habría dado para una sobremesa si no hubiera sido salpicado de juegos visuales tan vistosos como generalmente innecesarios.
A la mediocridad del resultado ayuda en parte las expectativas propias que genera Jackson, la idea de que su firma, debidamente promocionada, ha de llevar a algo más. El recurso promocional atraerá y decepcionará espectadores, irá contra su deseo de quedar acomodado en algo menor... de la misma manera que le otorga privilegios de producción para poder desplegar sus juegos con la cámara, en algunos tramos efectivos, en otros redundantes.
En las formas, es capaz de mostrar habilidades contenidas cuando enfoca al lado real de un mundo ubicado en la década de los 70, en que nos contará la historia de Susie Salmon (Saoirse Ronan), asesinada por un implacable depredador vecino de su barrio para quedar encerrada entre dos mundos, incapaz de resistirse a la injusticia de su muerte.
Es en el terreno intermedio de su encierro, donde la experiencia en temas fantasmagóricos del director da para puntuales detalles en que, tirando del acervo fantástico sobre el paso a otra vida, anota sus tantos de la misma manera que lo hace definiendo personajes y formando hábilmente sus rasgos. En esa parte onírica, la relación entre ambos mundos pasa de sugestiva hasta lo desolador cuando el personaje de Susie trata de contactar con un mundo que palidece a cada paso que da, hasta lo histriónico en recreaciones fantásticas hechas para la exhibición, unas veces con soltura, otras con la irritante sobrecarga colorista de un anuncio de compresas o de un tío vivo lisérgico.
El paso del metraje, a medida que el desenlace empieza a entrar en escena, va confirmando la indiferencia de Lovely Bones como producto y su incapacidad para destacar tanto en la cartelera como en el currículum de Peter Jackson. Quizá, volviendo a la forma en que evolucionan las carreras de algunos directores, le toque ahora volver a una superproducción hipertrofiada de luchas de especies con Apocalipsis en juego. En ese caso es posible que al bueno de Peter le haga falta una buena ración de chocolatinas caramelizadas para recuperar algo de su antiguo físico y ambición por pasar una tarde en el circo, para recuperar al freak ambicioso repleto de voracidad fantástica en las venas.