El mayor interés de "Corazón Rebelde" reside en su visión hasta cierto punto renovada de un arquetipo que el cine norteamericano ya ha explorado en numerosas ocasiones previas.
Resulta comprensible que Robert Duvall figure entre los productores de Corazón Rebelde. Aunque se implicó en el proyecto por amistad hacia el guionista y director debutante Scott Cooper, la colaboración entre ambos es fruto de una intención creativa meditada: en 1984, Duvall ganó el Oscar al mejor actor por una película muy similar, Gracias y Favores (Bruce Beresford, 1983), guión original de Horton Foote en torno a un cantante de country alcohólico y en decadencia que tenía una oportunidad para la redención cuando conocía a una joven viuda con un niño, relación que le incitaba además a hacer las paces con su propia hija, a la que casi no había tratado hasta entonces.
A estos enormes paralelismos temáticos entre Gracias y Favores y Corazón Rebelde —gestada, por otro lado, a partir de una novela de Thomas Cobb—, debe añadirse que en la segunda se perciben también demasiados ecos de Payday (1973), Nashville (1975), Quiero ser libre (1980), El aventurero de medianoche (1982), Dulces Sueños (1985), En la cuerda floja (2005) y un largo etcétera de películas cuyos argumentos básicos redundan en el desarraigo de los juglares por excelencia del siglo XX estadounidense y, no nos engañemos, en el exhibicionismo premiable de quienes los han interpretado.
Por tanto, es tentador y hasta justificable tachar Corazón Rebelde de producto a mayor gloria de Jeff Bridges (en la piel del músico acabado) y, en menor medida, Maggie Gyllenhaal (como su improbable pareja sentimental), cimentado sobre un sustrato tan arquetípico y manoseado que al grupo Dinamita pa los pollos le bastaron apenas seis líneas de una canción titulada, vaya por donde, Cantante de Country, para radiografiarlo: “Otra vez en la carretera / Soy carne de motel y gasolinera / Nunca te cases con un cantante de country / Si no te gusta perder / Nunca te cases con un cantante de country / Si no te gusta beber”. Fin.
Sin embargo, sería absurdo pensar que a Robert Duvall, Scott Cooper y Jeff Bridges les ha movido únicamente la esperanza de repetir una jugada exitosa en ocasiones previas. Hemos hablado del cantante de country en términos de arquetipo, de modelo destilado a partir de lo concreto que, a su vez, aporta en cada nueva encarnación una lectura inédita de sí mismo y del entorno en que se ha materializado. Y, en ese sentido, Corazón Rebelde se diferencia de Gracias y Favores y otros de los títulos citados por la desdramatización y la indolencia con que se retratan el ocaso de Bad Blake (Bridges), su alcoholismo, su romance con Jean (Gyllenhaal) y su tortuosa creatividad.
La prudente puesta en escena de Cooper y la diáfana fotografía de Barry Markowitz contribuyen a minusvalorar los aspectos más complejos y trascendentes del arquetipo y a resaltar los ceñidos a la cotidianeidad, en la que no hay espacio sino para el momento, el comportamiento al desnudo; en línea con un presente que ya no cree en otra mistificación que no sea la de la irrelevancia más absoluta, representada en el carácter al que presta sus rasgos Colin Farrell.
Bad canta en un momento determinado, “I used to be somebody / Now I'm somebody else”; palabras que atañen en primera instancia a las derivas de su personaje, pero que también reflejan con nostalgia lo que músicos de su tipo han dejado de simbolizar, un arte que sublime la propia circunstancia. Puede que sea ese el motivo, y no su evidente falta de originalidad o su sumisión a un actor, por el que Corazón Rebelde nos haya dejado insatisfechos. Aunque para otros, en cambio, ello constituya motivo de aplauso.