Era noviembre de 1996. Esperaba la llegada del metro después de un tremendo día de trabajo. En el andén, dos o tres personas deambulaban como yo, impacientes. Tras de mí, en una de las sillas de plástico naranja que había en las estaciones, un hombre alto y con barba meditaba, apoyados los codos sobre las rodillas. Me acerqué a él.
- Perdone, ¿es usted Víctor Erice?
Un ligerísimo gesto de fastidio le sacó de sus pensamientos.
- Sí.
- Discúlpeme. -le tendí la mano. -Sólo quería... felicitarle por sus películas.
- Ah, muchas gracias.
Me alejé de él, arrepentido por haberle molestado. Uno nunca deja de ser aquel chico de provincias que va reconociendo por las calles de la capital a quién ha visto por la tele, asombrándose de que existan.
Al llegar el metro, montamos en el mismo vagón, pero procuré hacerlo en el punto más alejado del que lo hizo él. No quería darle el más mínimo motivo para que pensase que le daría la lata durante el trayecto.
- ¿Te gusta el cine?
Se había acercado hasta donde yo estaba. Alto, enjuto, barba y pelo muy poblados, ojos pequeños y escrutadores. Hablaba despacio, con mucha educación.
- El tuyo sí. -me puse muy nervioso.
- Muchas gracias.
- Incluso hace poco ví en la Filmoteca ese corto que hiciste como proyecto fin de carrera... en la Escuela de Cine...
- Ah, no me gustan mucho aquellos trabajos, no sabía nada de rodar todavía. Luego, con la publicidad, pude aprender casi todo.
Me temblaban las rodillas. ¿De qué podía hablarle después de aquel cálido gesto de acercarse a un transeúnte que lo había reconocido? También era consciente de que aquel sería un momento precioso, así que preferí pecar de incisivo.
- ¿Por qué ruedas tan poco? A todos nos gustaría ver más películas tuyas.
- ¡Y a mi hacerlas! No sé. Es complicado, siempre surgen problemas, algún inconveniente, los proyectos se truncan...
- Pero estarás preparando algo.
- Sí, sí, algo hay. Pero todavía no está muy concretado.
El metro paró en una estación.
- Me bajo aquí. -dijo, adelantándome la mano.
- Oye, muchas gracias por charlar así, no quería molestarte...
- No tiene importancia. Gracias a ti.
Luego pasé unos meses escrutando los periódicos, las noticias de cine, para saber qué película suya podía ser la próxima. Leí algo sobre un guión acerca de Velázquez. Y luego, la adaptación de la novela de Juan Marsé, El Embrujo de Shanghai, que compré y leí rápidamente.
Acaba de finalizar 2009. Este año tan controvertido en otros aspectos puede resultar uno de los más rentables para el cine español. Los estrenos de Almodóvar y Amenábar, el éxito de Celda 211 y el despegue en taquilla de proyectos de alcance internacional con financiación española, darán una cuota de pantalla como no se recuerda.
Víctor Erice ha rodado sólo tres películas en más de treinta años de carrera. Sin embargo, está considerado como un director de una categoría extraordinaria, un poeta visual, incluso más allá del ámbito español. La repercusión de su ópera prima El Espíritu de la Colmena ha sido definitiva para la vocación de cineastas como Julio Medem, Juanma Bajo Ulloa e incluso Alejandro Amenábar, por citar unos pocos. Si bien es cierto que se trata de un director lento, meticuloso y, hasta cierto punto, intransigente con lo que considera necesario para sacar adelante una película, resulta desesperanzador que la producción española no encuentre un resquicio de voluntad para intentar que este realizador único vuelva a rodar.
Ninguna película de Víctor Erice ha perdido dinero. Este es un hecho demostrable en las cifras que ofrece el Ministerio de Cultura. No sólo eso, que levante la mano el productor que pueda decir que sus películas siguen siendo proyectadas y haciendo recaudación lustros después de haber sido rodadas, como sucede con las de Víctor Erice.
Si los buenos resultados del cine español de 2009 han de servir para algo, una de esas utilidades debería ser lograr que este hombre se pueda volver a poner detrás de una cámara. Ese hecho ya sería un logro para ser recordado por las enciclopedias, como cazar un elefante blanco.
Años después de aquel encuentro, volví a verle en el metro, en la misma línea. Estaba sentado en el vagón, leyendo una crónica taurina en el periódico. No llevaba barba, pero lo reconocí igualmente. No le dije nada.