Le acompaña como reclamo un repertorio de actores cuyo carisma podrá suplir formas de humor más obvias y simples.
El cine, como forma de relatar historias, participa de uno de los rasgos habituales de toda narración aún cuando éste pueda distraer o distorsionar la fidelidad de lo narrado: la tendencia natural a la épica, al mensaje, a reforzar al envase sobre el contenido.
También de la misma manera que en la Historia –pongámosla ahora en mayúsculas, anunciando la característica hacia la que nos dirijimos– hay una natural búsqueda de la dignidad, a menudo imponiéndola sin tapujos sobre la verdad de los hechos, reforzada en el caso de las películas por su propia metalingüistica, por sus tiempos, encuadres, bandas sonoras y frases medidas, haciendo que a menudo lo representado en pantalla parezca mucho más lejano de lo que realmente está.
Si damos un pequeño salto al entorno televisivo, ahí resulta más fácil entenderlo: si muchos de los relatos recogidos en los informativos, si parte de la programación de prime time, si muchas decisiones y anuncios de políticos por accidente (o por sueldo) o si las respuestas de la gente de a pie cuando son enfocados por la cámara para dar su opinión… si todas estas manifestaciones catódicas fueran expuestas con personajes en color amarillo, estaríamos ante un episodio más de Los Simpson. A la realidad sólo le faltaba el formato para entrar en las parodias de la serie de Matt Groening. Es más, en demasiadas ocasiones, la realidad supera a la ficción incluso en la más grotesca de las escenificaciones cómicas, solo que esa distancia no siempre se percibe hasta que el relato maneja con propiedad los tiempos o, en un uso más mezquino, se vale de risas enlatadas que nos anuncian la llegada del humor.
Es por ello, que una cinta como Los Hombres que Miraban Fíjamente a las Cabras merece una atención especial. Porque su humor puede parecer un remedo deslavazado del sello Cohen, porque puede entenderse como una sucesión de hechos chirriantes y personajes delirantes sin más… pero las enloquecidas andanzas de un despechado intento de periodista en Irak que investiga a un ejército de mentalistas lisérgicos (ni más ni menos que aspiran a combatir al enemigo con el poder de la mente), huele demasiado a esa parte de la realidad de la que podrán reírse aquellos que estén acostumbrados a mirar con la misma óptica crítica los noticiarios, al tercer milenio y sus encuentros de iletrados de ultratumba, al enésimo divorcio de veteasaberquién, etcétera, y que por tanto hayan entendido lo de que más vale reír que llorar, que los payasos son tan cómicos como temibles según el ángulo con que les alumbre la luz.
A Los hombres que miraban… le acompaña como reclamo un repertorio de actores cuyo carisma podrá suplir formas de humor más obvias y simples, quedando su interpretación para muchos como un conjunto de extravagancias freaks sobre las que no es fácil saber si hay ganas de lanzar un mensaje de fe sobre meros imitadores de Uri Geller o concluir que el mundo, globalmente, necesita terapia. Desde la perspectiva crítica antes descrita, es difícil no ver realidad en su hábil forma de retratar sin lustre la estupidez humana, más cuando son tantas las decisiones y declaraciones que durante años se han acumulado en materia económica para entender ahora que los economistas nunca supieron sobre qué pontificaban, cuando es tanta la telerrealidad de frenopático que educa a los teleespectadores, cuando se acumulan las muestras de políticas caprichosas cuya extensa enumeración y detalle de extravagancia daría al traste con las normas de estilo/extensión establecidas para las críticas de esta publicación, y nos harían granjearnos enemigos en ambos bandos del fundamentalismo político.
Por ello, sirva la adaptación orquestada por Heslov y Straughan (dirección-guión respectivamente) del libreto de Jon Ronson (sí, basado en hechos reales) para recordarnos cuánto de despropósito hay en el día a día de la humanidad, cuánto de incapacidad para asumir la imbecilidad propia y cuánto daño hacen en ese camino los relatos dignificadores. Empecinados estos en buscar algo positivo entre los despojos de la historia para dirigirlos a un punto en el que, en lugar de evitar errores pasados abonan su camino, toda lección de estupidez, si se asume como un rasgo propio y no como las tartas que se lanzan los bufones del espectáculo, puede convertirse en un tratamiento útil.