La impresión de simpleza y deshonestidad que destila "Green Zone" por debajo de su ingeniería creativa, pone a Paul Greengrass contra las cuerdas de su propio estilo.
Atendiendo a las características de sus tres colaboraciones con el actor Matt Damon —El mito de Bourne (2004), El ultimátum de Bourne (2007) y Green Zone—, hace gracia recordar que el británico Paul Greengrass se consagró internacionalmente como director con Bloody Sunday (2002) y United 93 (2006), dos docudramas que culminaron estética e ideológicamente una larga experimentación como reportero, documentalista televisivo y firmante de varias ficciones sumisas a lo real.
A falta de haber visto muchos de esos trabajos previos, sí podemos asegurar que en Bloody Sunday y United 93 las licencias dramáticas y especulativas no tenían más objetivo que el de añadir un plus de identificación y reflexión del espectador en torno a sucesos verídicos. La entidad de tales sucesos salía en todo caso alquímicamente ilesa del tratamiento argumental y de los modos de Greengrass como realizador: esa polémica combinación de cámara inestable, fotografía hiperrealista y montaje capaz de manipular hasta el paroxismo tiempo y espacios, que se ha ganado tantos admiradores como detractores.
El mito de Bourne y El ultimátum de Bourne representaron exactamente lo contrario: ambas eran ficciones de espionaje no poco disparatadas que Greengrass elevaba a categoría, si no documental, sí de crónica simbólica sobre nuestra época: un protagonista sin atributos, salvo los programados; un poder corrompido, carente de autoridad moral; un ambiente de paranoia global… La ficción documental había dado paso a la realidad imaginada.
Un registro este último que, pese a procurar como acabamos de escribir no pocos placeres interpretativos, debía demasiado a las trampas y convenciones que lo conformaban —propias del género y el sistema de estudios en que se engloban las aventuras de Jason Bourne—, y que el peculiar estilo de Greengrass no lograba soslayar. Una cierta sensación de impostura planeaba sobre El Mito y El Ultimátum; en el fondo, no eran otra cosa que productos hollywoodenses, cuyo carácter como tales su director trataba de ennoblecer con rasgos críticos y distorsionantes a la postre superficiales.
Es una sensación que lastra desde el principio Green Zone: Distrito Protegido, película que Greengrass, Matt Damon y el resto del equipo técnico ensalzan como el colmo de la autenticidad escenográfica, pero que se asienta sobre un guión tan absurdo como el de cualquier producción de la Warner puesta en pie hace ochenta años al servicio de James Cagney. Algo que se agrava por el recurso a hechos reales, que, a diferencia de lo que pasaba en Bloody Sunday y United 93, la ficción regurgita irreconocibles.
Explotando el ensayo de Rajiv Chandrasekaran Vida imperial en la Ciudad Esmeralda: Dentro de la zona verde de Bagdad para recrear convincentemente lo confuso de la situación y los errores de los invasores, Green Zone se ubica en la Irak ocupada por Estados Unidos en marzo de 2003, y relata cómo un oficial norteamericano (Damon) se empeña en descubrir las manipulaciones de los informes de inteligencia y las simples mentiras con que su gobierno justificó la intervención militar.
No termina uno de entender por qué recurre Green Zone a la ficción para denunciar hechos que docenas de análisis políticos y periodísticos han dejado en evidencia hace tiempo, que no tienen por tanto nada de secretos que tenga mérito desvelar, y sobre los que no se deposita una mirada enriquecedora ni a nivel sociológico ni existencial que subsane el pequeño detalle de no haberse atrevido a gestionar datos y personas reales.
Pero, ya puestos a apostar por la ficción, no parece que Brian Helgeland fuese el guionista más adecuado para articularla con un mínimo de respeto por la realidad. Entre sus créditos figuran títulos tan deudores de la invención pura y dura como L.A. Confidential (1997), Payback (1999), Destino de Caballero (2001), Mystic River (2003), El Fuego de la Venganza (2004) y Asalto al tren Pelham 123 (2009).
En Green Zone, Helgeland sigue la misma línea e individualiza hasta extremos casi ridículos la acción en el personaje encarnado por Damon, que va saltando sin normas —y como no, frenéticamente, cual Jason Bourne en uniforme— del político venal a la periodista cómplice, del confidente en busca y captura al agente de la CIA con escrúpulos… la investigación no es más que un tira y afloja con la obviedad, y la realización de Paul Greengrass funciona a modo de cortina de humo nada eficaz.
Cuando termina Green Zone, no sabemos si hemos visto un thriller crítico; una visión de la Irak de 2003 bajo la excusa del escapismo; una misión del Call of Duty; o una revisión a la moda de aquellos best-sellers literarios y cinematográficos protagonizados por Jack Ryan, en los que la actualidad no era sino un marco oportunista para entretener al espectador.
Lo único cierto es la impresión de simpleza y deshonestidad que transpira el conjunto por debajo de su ingeniería creativa, que pone a Paul Greengrass contra las cuerdas de su propio estilo; ligado habitualmente a la inmediatez, la fisicidad, lo heterodoxo, y que lleva tres títulos demostrando ser todo lo contrario: un ejercicio de cálculo y cinismo que, en el caso de Green Zone y debido a los temas históricos que se abordan, roza la irresponsabilidad más absoluta en su planteamiento de una cierta realidad imaginaria.