Se queda sin grandes premios Avatar, y los ortodoxos de la simplificación matemática, los que cuantifican resultados y recaudaciones para ver las cosas en clave de dólar y euro, se echan las manos a la cabeza. Uno, que a los quince minutos se había saciado de innovación tridimensional, que recibió la idea como una curiosidad tan efímera como una atracción ferial, pasó gran parte del metraje deseando retirarse las gafas, y otra parte preguntándose por las particularidades de sus personajes, recreándose en la paradoja de que tanta innovación en la profundidad visual se saldara con tanta superficialidad unidimensional y poca profundidad en su psicología.
No se trata ya de que un soldado acabe amancebado con una señora marciana con la excusa de lo pronunciado de sus curvas, ni de lo pueril del modo en que se solventan las diferencias unificando a Avatar y a humano. Había algo más entre bastidores que hacía que uno se preguntara por qué Cameron, con la misma simplicidad que los antes citados fans de la recaudación (categoría que sin duda también representa) sigue viendo a los personajes en blanco y negro, por muy azulados que los pinte después.
Sí, hablamos del maniqueísmo. De la forma de cargar a los personajes y dividirlos en malos-malísimos y buenos-buenísimos. Una constante que en el caso de Cameron se explicaba mejor en sus tiempos de Terminators, frías máquinas moviéndose como tales en una sola dirección, sin posible voluntad ni humanidad con independencia de su aspecto externo. De hecho puede que con su continuación y el Terminator cambiando de bando tuviéramos alguna pista del extremismo del director al entender el concepto de protagonista y antagonista.
Al fin y al cabo entonces podía ser necesario, pero no lo era tanto a la hora de retratar al pérfido malvado que quería colarse entre las carnes de Kate Winslet en Titanic, y que aprovechaba cada segundo de protagonismo para demostrar que era malo-malote sin posible redención. Y entonces llega Avatar y su malo final es la quintaesencia del militar como símbolo monstruoso de nuestros tiempos, un enemigo de videojuego, plano y guiado por el odio hasta la estupidez.
No se trata de que la realidad no sea generosa en personajes de este tipo, de que no puedan existir realmente “malos” con tanta vocación destructiva, sin un ápice de excusa o funcionalidad en su mal: el mal por el mal existe. Lo que sucede es que probablemente en cualquier relato el potencial argumental crece cuando el malvado no es sólo un icono al que odiar y reventar en la escena final, cuando en lugar de eso es un personaje comprensible al que le han moldeado las circunstancias de su vida, su pasado, o que incluso se ve obligado por la situación concreta muy a su pesar.
En ese sentido, hay varias alternativas, como la de Michael Mann del mal y el bien (Al Pacino y De Niro en Heat) filtrados por una característica que seduce especialmente al propio director como es la profesionalidad. Algo que se expresaría en los clásicos términos “no es personal, sólo negocios” y que dejan más paso a un instinto de supervivencia inmoral, a una cuestión laboral, que al mal rotundo.
Incluso en el género de psicópatas, de malos orgánicos dedicados a la superación de la degeneración, ganan en calado y atractivo aquellos que pueden expresar algo más que la destrucción. Una lectura equivocada del bien y del mal, por ejemplo, que incluso deja espacio para el bien como lejana inspiración para sus actos o les condena a un mal que ellos consideran merecer, caso de Se7en. Pero incluso la referencia del Hannibal Lecter de Anthony Hopkins es más que la de un simple asesino: se alude a su pasado como excusa, se dan muestras de un refinamiento contradictorio para un tipo que acaba zampándose los sesos de sus víctimas.
En estos tiempos de seriales que logran expandir su universo a través de innumerables episodios (al abrigo precisamente de los cambios/evolución de sus personajes), ahí se describen con más detalle cómo unos hechos/argumentos les ponen en una posición u otra por más que traten de resistirse. Una característica que ejemplifica a la perfección Lost (con sus alianzas siempre cambiantes, con esa duda sobre quién está en el bando adecuado subsumida en una lucha abstracta que se les escapa) o, más aún, en 24, que hace de Jack Bauer el mayor héroe de todos los tiempos porque se enfrenta hasta a sus aliados, hasta a su sistema, y que entre dilemas sabe que en demasiadas ocasiones ha pasado él a ser un auténtico malvado excusado por su fin.
Entre todo esto, volver al representante del ejército que carga con odio caprichoso hasta el último de los golpes en Avatar, nos recuerda a algunos –intuimos que a muy pocos– a otro caso que tiraba en apariencia del odio fácil al ejército y a su malvada visión armamentística de la vida, tan poco adecuada para los tiempos de paz y manifas de botellón y slogans de pegado fácil: el militar encarnado por Jack Nicholson en Algunos Hombres buenos, que se encaraba con un Tom Cruise que era la misma imagen de la superficialidad y la vida cómoda, pero que en un acto de rebeldía repentina y por orgullo quería noquear a la autoridad militar, así descrita, con sus medallas y galones por servicio al país. Y éste le respondía aquello de “en un lugar de tu interior del que no hablas con tus amigos, te alegras de que haya gente como yo protegiendo nuestros muros”. Y mientras la audiencia aplaudía que aquel personaje antipático y rudo, antagonista claro, identificado con la guerra, fuera condenado como responsable de la muerte sin matices de un pobre soldado que no quería luchar, que sólo quería volver a casa, la cinta también dejaba un ligero espacio para que quienes no estuvieran distraídos por la simplicidad de los aplausos pudieran preguntarse cuánto de culpa tenía realmente el tipo que ordenó el Código Rojo, que había consentido una práctica similar a una novatada que por accidente -una alergia- había acabado en muerte. La pregunta se extendía a cuánto de información haría falta para entender a su trabajo y en qué circunstancias aquellos que aplaudían su caída se alegrarían de tener a hombres como aquel protegiendo sus muros.
Puede que la rotunda minoría de quienes se planteaban ese protagonismo/antagonismo haga aconsejable practicar la simplicidad de manual de Cameron. Aunque los otros ejemplos citados sean una vía para defender que es posible y aconsejable demostrar más interés por la complejidad de las decisiones y personalidades, por mucho que en el día a día, cada uno de los personajes que se asoman a nuestra realidad desde nuestros televisores se dividan en torno al odio o admiración, sean políticos, deportistas o mezquinos títeres de la industria del “corazón”. Sencillamente porque a veces se cae bien o mal, y eso es siempre un argumento más efectivo.