Comedia coral que se mueve entre lo grotesco, lo divertido y lo deslabazado.
El semitismo y sus avatares parecen ser el tema central de la obra del rumano Radu Mihailenau. El holocausto ya fue tratado por el cineasta en El tren de la vida, filme que presentaba una insólita situación en la que un grupo de judíos preparaba un tren lleno de prisioneros hacia los campos de exterminio. Vete y vive retrataba el éxodo de miles de judíos hacia el estado de Israel. Ahora, las dictaduras del Este se unen a su república para su nuevo filme. Esta vez ha cambiado su formato: la tragedia histórica ha sido sustituida por la comedia ligera y sofisticada.
El concierto desgrana los pasos de Andrei Filipov (un meritorio Alexei Guskov), director de orquesta que fue expulsado del prestigioso Bolshoi por sus tendencias comunistas hace treinta años y que volverá a una segunda juventud, tanto profesional como personal, en la que el virtuosismo de la música jugará un papel decisivo. Una jugada del destino le permitirá, a él y a sus antiguos compañeros judíos, hacerse pasar por la conocida orquesta y actuar en el Théâtre du Châtelet de París.
Para redondear este argumento imposible, la trama viene ornamentada con un grupo de destartalados personajes propios de la picaresca con vis cómica y rematada con los lances sentimentales que rodean a la identidad de la violinista interpretada por una más que notable Mélanie Laurent, quien parece que después de haber participado en París y ser uno de los basterds de Tarantino, se ha ganado a pulso que su presencia bien merezca un digno visionado.
Entre lo grotesco, lo divertido y lo deslabazado se mueve esta comedia coral lastrada por la ligereza de su puesta en escena, algo que permite a su director servir un plato frío de discurso crítico abarcando desde la Unión Soviética de Brezhnev hasta la Rusia contemporánea. La contraposición de los ideales comunistas con el esplendor parisino se convierte en otro de los focos de atención del filme. Deambulando entre medias encontramos el conglomerado de historias individuales que ayudan a sobrellevar la narrativa con ajustada corrección.
El desvergonzado tono de parodia, pese a incluir un giro dramático que no deja de producir cierto énfasis en el relato, es el que domina la batuta junto con una delicada presencia de la música de Tchaikovski, dispuesta para encandilar a más de un melómano. Pese a que el texto del que parte tampoco ofrece demasiadas novedades, el filme se sostiene como producto de entretenimiento liviano e hilarante gracias a un ritmo sincopado que sabe mantener en todo momento el interés del patio de butacas. Mihaileanu, además, gana la contrapartida cuando cincela momentos de ineludible poesía -o de complaciente irrealidad- pese a tratarse de una sátira política de mínima ironía y demasiada buena intención.