La incoherencia y la irritante afectación dramática y formal que planean sobre las imágenes de "El mal ajeno" dan al traste con sus muchas pretensiones.
Hace unos meses, reflexionábamos a propósito de Ágora sobre cómo Alejandro Amenábar está llevando a cabo como director una enriquecedora revisitación de géneros clásicos, a los que aporta lecturas ideológicas novedosas, comprometidas con las derivas de nuestro presente.
Otro tanto es aplicable a El mal ajeno, cinta en la que Amenábar ejerce únicamente como productor, pero que respira a través del guión de Daniel Sánchez Arévalo (Azuloscurocasinegro, Gordos) y la realización del novel Óskar Santos (amigo de Amenábar y firmante del making of de Mar adentro) la misma preocupación por desentrañar las inquietudes y contradicciones del hoy, en un registro de fantástico cotidiano que a más de uno, con razón, le ha traído a la memoria el nombre de M. Night Shyamalan.
Pero ni siquiera el director de Señales ha estado a la altura de sus aspiraciones en todas sus películas, cayendo en las últimas —El bosque, La joven del agua, El incidente— en un didactismo y una grandilocuencia inasimilables en el seno de argumentos propios del pulp; muy lejos de la armonía entre lo real, lo imaginativo y lo metafórico que caracterizó las primeras: El sexto sentido y, especialmente, El protegido.
Tampoco en El mal ajeno se logra que la historia, centrada en un médico insensible al dolor de sus pacientes y las necesidades afectivas de los suyos a quien se le concede un misterioso don, desarrolle con habilidad los numerosos interrogantes y registros que plantea.
Hay en la película de Óskar Santos drama intimista, fantastique lindante con el terror, y un subtexto muy vigente sobre el egoísmo, los límites de la solidaridad y la (im)permeabilidad de las burbujas emocionales pública y privada. Pero, insistimos, la total incapacidad para articular coherentemente tales aspectos, unida a una irritante afectación dramática y formal a la que están lejos de acoplarse ciertos diálogos e interpretaciones, da al traste con las muchas pretensiones de El mal ajeno.
Nos hallamos ante una de esas películas que, si no fuera porque su autoproclamada gravedad incita a tomárselas más en serio de lo que merecen, podría calificarse sin más de mala. Qué demonios, lo es.