Hay quien con esmero y probablemente mucha razón –aunque puedan patinar muchas veces en el intento– sabe siempre encontrar el motivo genético o evolutivo que nos ha llevado a cada comportamiento. La explicación para que seamos como somos y para que hagamos lo que hacemos. Desde nuestra naturaleza bípeda para poder contemplar a posibles depredadores en la distancia (entre otras explicaciones), a la sociabilidad como forma de hacer grupo para enfrentarse a los peligros, o en el caso de los solitarios una manera alternativa y más ágil de avanzar buscando el propio alimento sin tener que compartirlo…
Cosas como estas aparecen en estudios regularmente publicados en tabloides, unas veces contradiciendo a los anteriores, otras reinterpretándolos o complementándolos. Todos formando parte de la necesidad de encontrar explicación a las cosas que a su vez es propia de nuestra naturaleza racional. Ahí tenemos otra.
Uno se pregunta si aparte del mero entretenimiento el cine no tendrá una función más relevante entrando en ese juego de buscar explicaciones atávicas. Y se lo pregunta en mitad de alguna película en que probablemente debería estar atendiendo al argumento… pero en que la cosa no cuaja. Entonces esa parece como la opción más posible: que el cine sirva para dar un lugar de reflexión, no intencionadamente por la vía de la divagación cuando uno ha hecho la apuesta equivocada (que también puede valer), sino por la posibilidad de colocarnos en escenarios fantásticos a especular con situaciones diferentes a las de nuestra vida cotidiana. Algo que puede tener su función a la hora de prepararnos para otras situaciones, forma de apoyar a la imaginación y a la utilidad que ésta podría tener en ese sentido.
El tema es interesante porque según lo que la cinta en concreto nos proponga, parte del público puede salir defendiendo la eutanasia o abominando la pena de muerte. Inconsciente de que con otro relato concreto, con otra exposición determinada, podría ser dirigido a otra forma de pensar. Salvo que entonces esté lo suficientemente preparado para defender sus dogmas y entonces califique de tendenciosa esa película que no refuerza sus convicciones, que es la apuesta ideológica más agradecida para el espectador que gusta de considerarse cultivado.
De entre esos temas, uno se acabó preguntando entre muchos otros por esos pedazos de trapo que unos levantaron y que acabaron simbolizando tantas cosas. Será por naturaleza iconoclasta, porque en nuestro país eso puede haberse diluido “a su manera” (más en la nacional que en las regionales), porque apenas el deporte ha logrado tomar el relevo del poder de ellas, las banderas… y más que probablemente éste formaba parte de la misma estrategia.
En ese sentido, es posible que el mismo triunfo exista en que un corredor coloque su bandera en lo más alto del podio tras los 100 metros, que un buen paseo en formato superproducción por la gran pantalla recordando gestas pasadas. No en vano el estudio de la historia siempre ha sido una forma de perpetuar sentimientos patrios (a la vez que odios ancestrales) y el cine es más digerible que un libro de texto, por mucho que uno vuelva a preguntarse ¿para qué? ¿qué necesidad había de tamaño proselitismo?
Entre los recuerdos de banderas, uno tiene reciente el de la producción de Eastwood Banderas de nuestros padres como deconstrucción del mito, la disección pormenorizada de un símbolo en que tan pronto unos acaban siendo parte del mismo por accidente, como acaban olvidados, aplastados por la imagen que protagonizaron. Y recuerda otra, de Spielberg, cuando concluida Salvar al soldado Ryan (una cinta en que el realizador se propuso ponerse crudo y que marcó un antes y un después con sus cámaras movidas y amputaciones) aparecía desteñida y envejecida, moviéndose agotada por el paso del tiempo, la bandera estadounidense.
No es de extrañar que en una escena como esa última, muchos –hubieran disfrutado o no de la proyección, a la que en todo caso habían acudido incluso sabiendo su denominación de origen– maldijeran el americanismo. Aún cuando la imagen diera para tan poco chauvinismo y pareciese reflejar con su tristeza y lo ajado de la imagen todo lo contrario.
Ahora bien, ese problema con el nacionalismo al que uno llega desde el cine y esas banderas, sugiere varias cosas. Una que no es un tema que se vea igual en todo país, que tiene especial aspereza en algunos europeos como España e Italia, donde nos sorprende (y a alguno con duras consecuencias) que en otros sea delito cualquier acto de menosprecio a la bandera. Por otro lado también sugiere la contradicción de que muchos de los que se irritan con las banderas ajenas y su forma de exhibirlas, lo hacen cubiertos por la suya propia. Que tanta indignación con el nacionalismo ajeno sea una característica especialmente subrayada –sin ánimo de criticar su actitud, podrían tener sus motivos– en quienes tienen uno propio.
Y de nuevo sin entrar en consideraciones políticas, uno sigue preguntándose, en la clave descrita al inicio, por las razones.
Dicen algunos revisionistas que Abraham Lincoln, del que sabemos tanto especialmente gracias al séptimo arte y al que casi respetamos por la veneración transmitida (algunas de sus frases célebres sirven para alargar esa idea), no fue el símbolo en la igualdad racial que el imaginario del cine nos hizo creer (nuevamente, otra idea transmitida por el proyector, haciendo su trabajo).
En su lugar, hay historiadores que afirman que varias facetas de su biografía dejarían ese argumento de la igualdad racial como una mera excusa bélica, que había algo de más calado de fondo, y que se prefirió optar por esa explicación para no hacer evidente y recordar el motivo real. Según esta vía, que no resulta tan descabellada y conspiranoica como las versiones alternativas que hoy día nos brinda la historia, el motivo de la guerra civil americana se encontraría en una ramificación de la guerra de Independencia: la declaración suscrita tras esta era un argumento válido para que cualquier estado americano pudiera independizarse en el punto que lo considerara importante. Es decir, si las cosas le iban mejor en un momento dado por su propio lado, sin el país al completo, nada como hacer las maletas e irse, dejar de tener como carga su contribución a un estado mayor aún cuando en el futuro las cosas podrían volvérsele del revés (y ser ese estado el que necesitara ayuda).
De esta manera, la guerra habría servido para eludir intereses secesionistas y a partir de ahí se enfatizó mucho más en la idea de unidad para descartar que cualquier estado pudiera plantearse la independencia al abrigo de una declaración de independencia a la que seguían rindiendo culto. Había que reforzar los iconos, el himno, la bandera... y donde fuera posible hacerlo. El cine serviría.
En ese punto uno sigue haciéndose preguntas. Y si con la tradicional apatía que le crea el tema de las banderas a esta Víctima del Celuloide que siente como Patria la sala del cine, acaba pensando que una bandera puede llegar a ser útil –a la par que arriesgada– es que efectivamente el cine sirve para algo: incluso con el mayor de los bodrios uno puede pensar sobre cosas y llegar a conclusiones sorprendentes. Salvo que le gusten mucho las palomitas... que no es el caso.