En un lugar lejano y con una atmósfera de chimeneas humeantes habita Germain Lesage (Raymond Bouchard). El lugar es Sainte-Marie-La-Mauderne. Germain y los demás hombres del pueblo caminan mes tras mes a la ventanilla del banco para cobrar su subsidio de desempleo. La pesca ya no da para sobrevivir. El paro desgasta la felicidad del pueblo día a día, unos optan por emigrar, otros, como Germain, se resisten a ello. La única solución para la prosperidad de Sainte-Marie es la instalación de una fábrica, pero desde la ciudad les piden un requisito: un médico. Sin médico no hay fábrica. ¿Quién querrá cambiar una consulta cosmopolita por la vida tranquila vida de esta villa? ¿Y si el foráneo llega y al conocerles no quiere quedarse? Germain, su amigo Yvon (Pierre Collin), Henri (Benoît Brière), el “mejor” situado del pueblo, y Eve (Lucie Laurier), la chica más guapa del lugar, tendrán mucho que ver con esa decisión. La vida nunca es lo que parece y ellos pueden hacer que parezca mucho mejor de lo que es. Christopher (David Boutin), médico dedicado a retocar tabiques nasales y a modelar pómulos llega a Sainte-Marie por un mes. La gran seducción acaba de comenzar.
Hay cosas en la vida que te recuerdan a otras. A veces sucede con más intensidad. En La gran seducción ocurre eso. Es una película que evoca a otras. Te gustará si admiraste la ingenuidad de Chocolat, si te divertían los esfuerzos desmesurados por agradar a los americanos de los habitantes de Villar del Río en Bienvenido Mister Marshall, y si la atmósfera de paro y sencillez que recrea Los lunes al sol no te descolocó. La gran seducción es, ante todo, comedia. Es una película de la cotidianidad, crítica con la imagen de modernidad y perfección que rodea el mundo, y que se ríe de la banca privada y de los cajeros automáticos.
Una fotografía excelente. Unas interpretaciones sin mancha de suciedad y, eso sí, un poquito de metraje más del necesario. No es un guión que contenga varios conflictos y se llega a hacer algo previsible y reiterativo.
Dirigida por el debutante Jean-François Pouliot con guión de Ken Scott, ha recibido el premio a la mejor película en Sundance 2004.