Ha quedado a medio camino entre el entretenimiento fácilmente olvidable y un ritmo endiablado de pretensiones discursivas.
El joven y apuesto dueño de un restaurante ve como su clientela se va progresivamente desde que decidiera contratar a un nuevo cocinero. Además, padece una hernia de disco y su chica se ha mudado a Shanghai para ocupar un importante puesto. Por si todo esto fuera poco, su hermano le pide un empleo ya que acaba de salir de prisión y necesita de una pronta reinserción laboral. Entonces corre la voz de que su restaurante está en la cresta de la ola por su nuevo concepto, originando que gente cosmopolita corra a probarlo. Es en ese punto cuando el muchacho decidirá ir a la capital china en busca de su novia dejando el restaurante en manos de su hermano, decisiones que el tiempo demostrará que no han sido las más adecuadas.
Bajo este argumento, Fatih Akin nos trae su nueva película, una comedia-soufflé que se aleja en cuanto a género de las dos duras obras que le han reportado la fama, Contra la pared y Al otro lado. Se trata de una cinta sencilla, amena y, por momentos, altamente hilarante, que se ha embolsado el Premio Especial del Jurado en el último Festival de Venecia. Por otro lado, retoma las preocupaciones que ya había mostrado en los mencionados filmes aunque esta vez lo haga con otro envoltorio.
Soul Kitchen se perfila como la producción más sencilla de su director. Es una propuesta vitalista y, sobre todo, muy simpática, que no alcanza las cotas de los anteriores filmes de Akin, quien vuelve a filmar en la ciudad de Hamburgo. Entre sus líneas, vemos desfilar temas como la multietnicidad, los nuevos estados del núcleo familiar canónico o los problemas de una nueva Alemania unificadora, cool y progresista, aunque el peso de este esfuerzo reside en haberlo sustentado sobre las espaldas de sus actores. Amén de una exquisita banda sonora que se recrea en los clásicos de la música negra.
Por tanto, esta comedia se sirve básicamente de sus personajes y situaciones cómicas. La mala suerte de un agradecido Adam Bousdoukos, protagonista absoluto de este recital culinario, despierta, además, la empatía en el espectador por lo que resulta una acertada decisión. Los avatares de sus personajes, todos ellos plasmados con una diversión pseudo-intelectual, son el auténtico motor de lo que pretende avistar Akin, la problemática de una clase obrera que se las ve y se las desea para salir adelante, aunque todo ello aliñado siempre con saludable condimento de humor negro, a la par que ligero, y al que quizás le sobre demasiado vinagre.
Pese a todo, se puede percibir en el ambiente la sensación de estar delante de una película que pretendía conquistar a las audiencias de paladar selecto y se ha quedado a medio camino entre el entretenimiento fácilmente olvidable y un ritmo endiablado de pretensiones discursivas que se pierden ante su vaivén de situaciones gruesas.