"Cinco minutos de gloria" alberga consideraciones insoslayables acerca del individuo como sujeto representativo, como presa del entorno público en que le ha tocado vivir y en el que se ve impelido a reaccionar como se espera de él.
Realización tan modesta a nivel presupuestario como ambiciosa argumentalmente, Cinco minutos de gloria se llevó dos premios en la edición 2009 del Festival de Sundance y ha sido acogida en nuestro país con críticas más que benevolentes.
Sin embargo, no sólo los análisis negativos pueden laminar los apuntes de interés que brinda una película. A veces, los positivos son tanto o más perjudiciales para su apreciación, al fijar su mirada en el lugar común y lo anecdótico o, simplemente, por errar en sus interpretaciones. Es, en nuestra opinión, lo que está ocurriendo con Cinco minutos de gloria.
A propósito del guión escrito por Guy Hibbert, inspirado en sucesos reales y centrado en un protestante y un católico norirlandeses a quienes convoca una cadena de televisión para que zanjen públicamente cuentas relativas a un asesinato acaecido treinta años atrás, se ha repetido hasta la saciedad que Cinco minutos de gloria es una obra de tesis en torno al conflicto del Ulster, el peso del ayer y del deseo de venganza, los verdugos y las víctimas, la posibilidad del perdón y la reconciliación…
Al hecho de que el ex-terrorista unionista y protestante (soberbio Liam Neeson) y el hermano de un católico fallecido (histriónico James Nesbitt) se vean en la tesitura de escenificar su reencuentro, no se le ha dado importancia sino para reiterar “el lamentable rol que en ocasiones desempeñan los medios” (Ana Sáenz de la Nieta), “el papel embrutecedor de la televisión en cuanto explotadora de sentimientos y emociones” (Tomás F. Valentí) y “el amarillismo de ciertos programas” (Fausto Fernández).
Sin embargo, nos hallamos ante un aspecto fundamental del relato. Y no ya porque —como en otro libreto de Hibbert, Omagh (2004)— quede clara en las imágenes de Cinco minutos de gloria la idea incómoda de que los postulados políticamente correctos sobre el diálogo y la comprensión son susceptibles de degenerar en espectáculos rentables política o popularmente; a costa, incluso, de silenciar los auténticos pareceres de los damnificados de turno, tan títeres como pudieran haberlo sido en momentos históricos previos de poderes fácticos más amigos de incitar, asimismo interesadamente, al odio.
Se trata más bien de que Cinco minutos de gloria alberga consideraciones insoslayables acerca del individuo como sujeto representativo, como presa del entorno público en que le ha tocado vivir y en el que se ve impelido a reaccionar como se espera de él. Hasta tal punto, que resulta difícil comprender la división de la película en dos partes bien diferenciadas y a la vez llenas de paralelismos en cuanto a puesta en escena y estrategias narrativas —en la primera, un joven Alistair (Neeson) ejecuta su crimen; en la segunda, Joe (Nesbitt) trata de aprovechar el cara a cara con el asesino de su hermano para hacer justicia—, si no es porque reflejan la condición común de Alistair y Joe como “personajes” alienados de sí mismos, extras con ambiciones (atención al título del film) en determinados contextos sociohistóricos.
Es por ello que ambos únicamente serán capaces de dirimir libremente sus diferencias en privado y en un escenario antaño significativo, hoy ruinoso, en el que “los códigos, valores e ideologías relacionados con las posiciones y pertenencias sociales específicas” (Denise Jodelet) han perdido su influencia, y en el que, por tanto, uno y otro tendrán la oportunidad de desarrollar papeles verdaderamente “activos y creadores de un nuevo sentido” (Serge Moscovici).
Tema fascinante que, de modo más o menos obvio, el director de Cinco minutos de gloria, Oliver Hirschbiegel, ya había abordado en El Experimento (2001), El Hundimiento (2004) e Invasión (2007). Lástima que Guy Hibbert recurra más de lo que debiera a un suspense a veces trivial, y que Hirschbiegel vuelva a confiarlo todo formalmente al plano ilustrativo y al montaje. Defectos incapaces de empañar el atractivo de una película que no pasará a la historia del cine, que ni siquiera aparecerá en ningún listado correspondiente a lo mejor de 2010, pero que deja en el espectador un poso que se acrecienta cuanto más se piensa en ella.