Lu Chuan tiene la lucidez de denunciar la guerra no como los viles impulsos imperialistas de alguno de los bandos, sino como la supresión de toda norma o ley diseñada por el ser humano.
Son muchos y variados los motivos por los que podemos señalar Ciudad de Vida y Muerte como una película importante, incluso un paso más allá de lo estrictamente cinematográfico. Antes, no obstante, es necesario contar algo de su génesis y su trama.
El cineasta Lu Chuan, licenciado por la prestigiosa Academia de Cine de Beijing, se plantea en 2005 realizar esta película tras varios años como guionista de televisión y un par de largos que le han dado prestigio. El tema elegido no es uno cualquiera: el asedio y caída de Nanking es utilizado a menudo por los gobernantes chinos como nexo de unión nacional contra Japón, su enemigo geográfico natural. Pero Lu Chuan está lejos de usar su cinta como refrendo de esta idea. Esperemos que no reciba represalias.
Concebida como un prisma sin ningún prejuicio, Lu Chuan escribe un extraordinario guión en el que es capaz de meterse en la cabeza y el corazón de varios personajes durante el asedio y posterior toma de la ciudad de Nanking. En primer lugar, en los del bisoño y sensible soldado japonés Kudokawa, que vive su particular descenso a las tinieblas durante estos días en los que se derriban, una a una y sin compasión, cualquiera de sus creencias sobre la raza humana. En segundo lugar, en los de un aguerrido general chino que ve caer a 300.000 de sus compatriotas en una matanza que roza el exterminio, sin que pueda hacer otra cosa que taparle los ojos a un niño que le acompaña durante la última lucha. En tercer lugar, en los de un grupo de refugiados bajo la tutela alemana, que ve como su frágil protección se desvanece ante la vileza de miles de soldados japoneses libres de toda jurisdicción y control.
Lu Chuan tiene la lucidez de denunciar la guerra no como los viles impulsos imperialistas de alguno de los bandos, sino como la supresión de toda norma o ley diseñada por el ser humano para garantizar la convivencia. Sin ese bozal, nos convertimos en bestias, en animales dotados de la mayor capacidad que se ha conocido para dañar a un semejante. Son muy pocos los cineastas que se han atrevido con este asunto, así que conviene recordar al Michael Haneke de El tiempo del lobo (2003) un ensayo cinematográfico sobre el tema; y al Roman Polanski de La muerte y la doncella (1994) el acercamiento a un caso individual que resulta sobrecogedor.
Pero el mérito de Lu Chuan no termina ahí. Las decisiones artísticas que ha tomado para llevar a cabo este mural son de tal riesgo y acierto que podemos decir que ha dado por finalizados de un plumazo los años en que los cineastas chinos se limitaban a autoreferenciarse en películas de estética visual preciosista pero de fondo vacío y decepcionante. El blanco y negro en el que está rodado Ciudad de Vida y Muerte es un bofetón de veracidad a sus compatriotas cineastas, entretenidos en alargar su prestigio en los festivales occidentales a base de filmar postales y retablos.
Aún hay más. Los atrevidos rótulos narrativos apareciendo en postales separando narrativamente las partes del metraje, la nítida cámara en mano en casi todas las secuencias, los abundantes planos subjetivos (casi prohibidos hoy día) estáticos y en travelling, los saltos de eje incluso en secuencias que no son de guerra... un auténtico alarde de creatividad y control de la narrativa cinematográfica que cada vez es más difícil encontrar en las salas.
Si hay alguien que piensa que el cine debe ser algo más que entretenimiento, sin duda alguna se está refiriendo a películas como ésta.