Silva se permite realizar su cinta sin una sola petulancia, pedantería o cualquier otro signo de intelectualidad falsa.
La modestia en la producción y ambición comercial de esta película la convierten en eso que se suele llamar un sleeper, una cinta que puede tener determinado éxito gracias a su buena prensa y al funcionamiento de las recomendaciones personales.
Y es que aunque su ambición comercial sea pequeña, su ambición narrativa y artística no lo es. La Nana pretende contar algo muy complejo y la sorpresa es que lo consigue, además haciéndolo con una inesperada solidez y maestría, con una sabia sencillez.
Dicen que el mejor consejo que se le puede dar a un creador que empieza, para consolidar su estilo y voz, es que hable de lo que conoce. Y es lo que parece haber hecho sin desviarse un ápice su director, el chileno Sebastián Silva, al rodar esta historia basada en su experiencia cuando vivía en la casa familiar, criado por dos nanas a las que termina dedicando esta obra.
En La Nana, Raquel es una criada que lleva 20 años sirviendo a los Valdés. Es una habitante más de la casa y la tratan con ese modo tan propio de la burguesía que finge un vínculo afectivo con la servidumbre sólo como prueba de buenos modales y educación, pero bajo el que se adivina el hielo más duro. En realidad, Raquel ni existe, salvo en el momento de hacer su trabajo, dando lugar a que ella haya terminado por ahogar su existencia en la férrea disciplina de realizar cada día, invariablemente, sus labores domésticas.
Pero la progresiva hosquedad y aislamiento al que Raquel se somete, termina atrapándola y somatizándola hasta provocarle un malestar físico que no cesa de aumentar y desemboca en una grave pérdida de consciencia durante sus tareas. Tras ese episodio, la Sra. Valdés (Claudia Celedón) decide contratar otra nana que la ayude, lo que somete a Raquel de nuevo a un estado de tensión y guerra de guerrillas contra las que considera sus oponentes que termina en un colapso psicológico.
Echando mano de un único recurso cinematográfico, la cámara al hombro, y un único escenario, la casa o chalé donde viven los Valdés (que es la casa familiar real del propio realizador), Silva filma un magnífico ensayo acerca del extraordinario poder terapeútico del afecto y el intercambio humano positivo.
Por si fuera poco mérito, Silva se permite realizar su cinta sin una sola petulancia, pedantería o cualquier otro signo de intelectualidad falsa, mostrando con una soberbia sencillez unos patrones de comportamiento dentro de un microcosmos que son fácilmente trasladables a cualquier otro entorno de convivencia.
Y para ello ha contado con la inestimable ayuda de Catalina Saavedra, una actriz de teatro que deja en la pantalla una interpretación tan auténtica que cuesta creer que ella misma no haya estado rozando en alguna ocasión esa modalidad de locura que provoca la soledad no deseada.