Una película que va mutando escenográfica y tonalmente desde lo realista a lo folletinesco, pasando por el pulp y el Grand Guignol.
Significativamente, el director de Un ciudadano ejemplar, F. Gary Gray —que vuelve a la actualidad tras haber firmado ya hace algún tiempo títulos como Diablo (2003), The Italian Job (2003) y Be Cool (2005)— ha recalcado en varias entrevistas la importancia concedida en su última película a la dirección artística. Y, más en concreto, su esfuerzo por otorgar a las imágenes una dimensión intemporal, ubicando el relato en la histórica y severa Filadelfia, y rodando en localizaciones reales de aquella ciudad norteamericana como la prisión o el ayuntamiento, erigidos ambos en el siglo XIX.
Es un dato esencial porque, para entender una película tan enloquecida como Un ciudadano ejemplar, no serviría de nada remitirse a corrientes coyunturales del thriller comercial, a las que sí se adscriben obras previas de Gray como las citadas o la estupenda Negociador (1998). Y quizás deberíamos haberlo sospechado siendo Kurt Wimmer el guionista del film; en trabajos suyos anteriores de calidad desigual —escritos solo o en colaboración— como Equilibrium (2002), La Prueba (2003), Ultravioleta (2006) y Reyes de la Calle (2008), Wimmer había dado muestras sobradas de su desparpajo a la hora de revitalizar narraciones tradicionales, que suele someter a una arriesgada dieta de anabolizantes y recursos sensacionalistas. Con ello, se aleja de la simple y aséptica clonación del pasado a que tan afecta es actualmente Hollywood, y que amenaza con cansar hasta a los espectadores más acomodados y matar la gallina cinematográfica de los huevos de oro.
Pero los esfuerzos creativos de Wimmer acostumbran a resultar deformes. Puede que premeditadamente, puede que por simple temeridad. Así, Un ciudadano ejemplar comienza como un film de venganza prototípico: Clyde Shelton (encarnado por Gerard Butler) asiste impotente a los asesinatos de su mujer y su hija, y a la puesta en libertad del principal culpable por obra y gracia de los tejemanejes legales a que se presta un ambicioso fiscal de distrito, Nick Rice (Jamie Foxx). Como era previsible, Clyde se tomará la justicia por su mano, ideando un plan que le llevará una década poner en práctica a base de exprimir los conocimientos técnicos que años ha empleó al servicio del gobierno —detalle perturbador al que no se saca suficiente partido—. Pero a Un ciudadano ejemplar no le basta con hacer apología del juez, jurado y ejecutor y con criticar la deshonestidad de leguleyos y políticos, como tantos pretéritos productos a mayor gloria de Clint Eastwood y Charles Bronson. Clyde la emprende también contra el abogado defensor del criminal, contra Nick, las autoridades carcelarias, la corporación municipal… sin reparar en los medios, con unas insólitas sangre fría y brutalidad.
El protagonista se descubre una versión clase media, mainstream, de Hannibal Lecter (El Silencio de los Corderos), John Doe (Se7en), V (V de Vendetta), el Joker (El Caballero Oscuro), John Cramer (Saw) o Anton Chigurh (No es País para Viejos). Criaturas ahistóricas que han trascendido el bando del Bien o el Mal al que la post-modernidad les ha circunscrito por convención. La anarquía conceptual de todos ellos deja en evidencia la ética laxa con la que se justifican el resto de los personajes que pueblan sus ficciones respectivas y, por extensión, el público actual; la hipocresía y el inmovilismo que rigen cualquier orden colectivo —incluido el nuestro, tan pulcro— y los consensos sobre su representación.
No es de extrañar, por tanto, que Un ciudadano ejemplar vaya mutando escenográfica y tonalmente —gradación mal articulada por Gray, un director demasiado elegante— desde lo realista a lo folletinesco, pasando por el pulp y el Grand Guignol. Clyde, en palabras aplicables del filósofo alemán Peter Sloterdijk (Ira y Tiempo, ed. Siruela), “ha dado por perdido el sentido del mundo”; lo que no le ha matado ha hecho de él, como diría el Joker, un extraño, cuyo radical discurso en torno al cumplimiento del Bien al pie de la letra nos obliga a reinterpretar su condición humana y la nuestra desde “contextos inesperados y trasfondos desconocidos”. Que a lo mejor no lo son tanto. Al fin y al cabo, no hay demasiadas diferencias entre Clyde y el Edmundo Dantés de El Conde de Montecristo (1844), implacable a la hora de cumplir su venganza justiciera hasta el extremo de sacrificar su amor por la dulce Mercedes; o el Javert de Los Miserables (1862), tan esclavo de la Ley como para inmolarse en su nombre.
Literatura y cine populares, demagógicos, para algunos de derribo, pero cuya labor subversiva es fundamental. Sloterdijk escribe que “la ira está inscrita en el corazón mismo de la civilización occidental, [pero] en un contexto práctico caracterizado reiteradamente por la avidez y el desinterés en la lucha por condiciones justas […] las manifestaciones de esa ira no pueden expresarse sino marginalmente”. Por ejemplo, en películas empleadas usualmente para iniciar la noche banal de cualquier viernes, como Un ciudadano ejemplar.