Si hablamos de cine, uno escucha ‘el buscavidas’ y le vienen a la cabeza los ojos claros de Newman escrutando la mesa de billar, buscando la carambola perfecta para noquear, por fin, al Gordo de Minnesota. Cueste lo que cueste.
Pero en el cine hay más buscavidas que el arrogante Eddie Nelson, una auténtica legión, son de hecho su misma esencia. Porque uno puede quedarse con la idea romántica de la creatividad concretada en éxito, con la creencia de que es el talento lo que da forma a su historia, pensar en definitiva que este es uno de esos oficios donde el trabajo aplicado a la depuración de un estilo conduce a lo más alto.
O puede, por el contrario, entender que no, que el corredor que conduce al éxito es angosto y tenebroso, y tan pronto lleva al destino deseado como te abandona en el primer cuarto oscuro condenado a que nadie escuche tus gritos.
En años de bonanza -sabrá el estudiante voluntarioso- proliferaron las academias, cursos y en el mejor de los casos (cuando los organizadores contaban con las influencias adecuadas) masters dispuestos a formar en las más variadas disciplinas. Desde interpretación a micología pasando, cómo no, por la crítica de cine. La cuestión es que tenemos por fin una gran variedad de carreras especializadas para guionistas, directores, y demás artes modernas que antes se aprendían a base de vocación, tenacidad y ansias de mejora, todo para tornar el espíritu diletante en el de un auténtico profesional del medio. Opinan algunos, que en los años del Hollywood clásico, esa falta de “método” o formación específica permitía dar con auténticos autores pues antes de ser directores habían sido muchas otras cosas, de tal manera que el hecho de ser algo más que hombres de cine se reflejaba en su obra, la imbuía de una mayor complejidad y permitía dar con relatos que excedían a su mera sinopsis.
En realidad, recientemente hemos atendido a los suficientes ejemplos de directores cuyo oficio era sobrado en recursos gracias a su formación. Adaptaban además guiones realizados por otros en una división de funciones en que la especialización cobraba todo su sentido. Así que quizá algunos de los estudios implantados sí cumplen con su cometido. A veces.
Ahora bien, si algo se echa en falta a la hora de formar a jóvenes y demás aspirantes es una justa dosis de realidad previa. Un discurso nítido sobre la verdadera naturaleza de los sueños de celuloide o de cualquier variante de estrellato. Una de esas charlas que por lo menos antes se estilaban en los años previos a la elección de carrera, cuando abogados, economistas y demás fauna acudían a institutos a exponer las grandezas y miserias de su trabajo para inspirar a sus alumnos.
¿Cuánto cambiaría la forma de pensar de un soñador atender al relato de consagrados directores hablando de las luchas por sacar adelante sus proyectos, las discusiones unas veces absurdas otras burocráticas –siempre desquiciantes– sobre financiación, los días que no sabían si "mañana" podrían rodar por falta de presupuesto o la verdadera realidad de sus datos contables incluso cuando triunfan con una película? ¿cuánto cambiaría atender a la historia real de actores que quisieron ser, pero sobre todo los que queriendo ser no fueron, o fueron después de años de entrega por una carambola y que, en algunos casos, igual que la suerte les sonrió de repente dejó de hacerlo por caprichosas circunstancias?
Probablemente les resultaría escalofriante atender al relato a modo de confesión del número de fiestas al año al que acude un actor con la esperanza de encontrar entre compañeros y por amistad su siguiente papel. Les helaría saber qué nombres supuestamente consolidados tienen a managers cualificados reptando por cualquiera de las salas de reuniones en que se habla de proyectos bien dotados presupuestariamente para tratar de meter a su representado al que venden como un producto de mercadillo. Les espeluznaría entender qué hay de vocación política o de alma cultural en aferrarse a la causa del momento, todo para mantener viva su imagen pública y rodearse de aquellos que en un momento dado pueden servirles de puente para su siguiente papel.
Tanto romanticismo y compromiso aparente… tanta forma de buscarse la vida en una mendicidad de pose auténtica.
La historia del cine rara vez se escribe para estos buscavidas en clave de limusinas y mansiones, sus huellas desvelan un camino que pasa por innumerables intentos desesperados por brotar en cualquier terreno en que no se exija una formación específica ni se precise más que la repetición de unas frases. Tanto da si ahora es una película, un serial, el teatro, un concurso de juntar letras o cantar canciones… Excepciones, las justas y las habituales. Como el nepotismo que permite a “hijos y sobrinos de” triunfar como sucede en cualquier otro orden de la vida. Como la mujer de rasgos exuberantes que se convierte en el reclamo-maniquí y que sin sonrojo reclama respeto para sus cualidades más allá de sus curvas, primero, para con el paso de los años pasar a pedir papeles para su madurez como si ella los hubiera tenido por otra cosa que su sola lozanía y turgencias varias.
Por lo demás ahí están, unos pocos, logrando surgir de entre millones de wanna-be. Luchando por la supervivencia y por mantener un estilo de vida que algunos interpretan como propio del país de nunca jamás. Sin que los que sueñan con imitarles entiendan en la distancia que sólo unos pocos –muy pocos– pudieron salir adelante, y que de ellos un número incluso mucho más reducido fue el que triunfó.
Por un tiempo al menos.