La ilusión de una película subida de tono se desvanece pronto para dar paso algo intelectualmente más intenso.
El cineasta donostiarra Julio Medem ha estado en la palestra en los últimos años por temas en ocasiones tangenciales a sus películas. La valiente apuesta de su documental La pelota vasca fue pésimamemente entendida y su última cinta Caótica Ana fue un sonoro fracaso de crítica y público, donde se el reprochó el alejamiento de su universo por la filiación a una sensibilidad política que nadie le había pedido.
Como productor de sus películas (Alicia produce), Medem necesitaba recuperarse de la cara inversión de Caótica Ana, algo que ha conseguido con la producción de Yo, también un modesto pero emotivo drama sobre los Down, y aceptando el encargo de esta película por parte del productor Álvaro Longoria, artífice también de Celda 211.
Longoria está demostrando un indudable olfato para su labor. Habitación en Roma es una revisión de la película chilena de 2005 En la cama de Matías Bize, en cuyos mimbres ha sabido percibir que Medem podría encontrar un camino de regreso a su particular mundo antes de afrontar su aparcado proyecto Aspasia, un biopic sobre la compañera de Pericles en la Antigua Grecia cuyos antecedentes recuerdan mucho a la reciente recreación de Alejandro Amenábar en Ágora.
Como autor del guión, Medem ha sabido llevar a su terreno el tema de la película chilena. Primero, cambiando la relación heterosexual por una homosexual lésbica, más acorde a su sensibilidad social y mucho más atractiva para la taquilla. Segundo, por convertir el tema central de la película en una reflexión sobre lo efímero e inusual del amor, una fantasía que todos vamos persiguiendo a lo largo de nuestra vida como la del fantasma de la libertad y la felicidad. Tercero, por encajar en ella anotaciones de su propia biografía (una de las protagonistas es donostiarra) y de su proyecto Aspasia (a través de uno de los cuadros de la habitación del título).
El resultado es una película que habla del amor, reflotando la coherencia temática que Julio Medem ha mostrado en toda su filmografía. Una vez situado en su terreno natural y encerrado con dos personajes desnudos en una habitación de hotel durante todo el metraje, Medem demuestra ser un realizador de gran categoría, con una impresionante capacidad de observación y una variedad de recursos narrativos que se auguraban perdidos.
Aunque al film se le notan algunos remaches fruto de la propia esencia de su producción (repetición de los temas músicales, efectos de montaje visual y musical para que el espectador no desfallezca, algún diálogo forzado) la ilusión de una película subida de tono se desvanece pronto para dar paso algo intelectualmente más intenso, un pequeño ensayo sobre la fantasía del amor y su inviabilidad en el mundo moderno.
Sin duda, gran parte de su logro se la debe Medem a sus actrices, la rusa Natasha Yarovenko y, sobre todo, la palentina Elena Anaya, convertida ya en una cómplice de su universo y que tanto en este trabajo como en la interesantísima Hierro (Gabe Ibáñez, 2009), cierra un año excelente, demostrando haber dado un salto cualitativo en su carrera que la coloca a la cabeza de las actrices de su generación.