David Franzoni no era todavía guionista profesional cuando en uno de sus días de biblioteca encontró un artículo que hablaba de Lucius Artorius. La posibilidad de que aquel nombre al que le acompañaban grandes gestas inspiradas por grandes valores fuera el origen de la leyenda del Rey Arturo (tal y como citaba el documento), despertó en él una fascinación proveniente de sus años de infancia alimentada en sus relatos, que se le quedó marcada como la determinación de llegar a dedicarle algún día el suficiente tiempo para recrear su historia.
Varios años después, con experiencia acumulada en forma de títulos -incluyendo una nominación a los Oscar por Gladiator- y a pesar de haber firmado el que acabó siendo más lamentable trabajo hasta la fecha de Steven Spielberg (Amistad) le llegó el turno a su estimado Rey Arturo. Con la dirección de Antoine Fuqua y el apoyo y supervisión en producción de Bruckheimer, la pretensión de reconstruir la leyenda con la horma de una supuesta vocación historiadora da para una permanente búsqueda de la épica, a golpe de estereotipo mal encajado.
Citar al productor como encargado de Black Hawk Derribado o Piratas del Caribe (otro reciente asalto al sopor del cine veraniego), al director (Fuqua) como responsable de Training Day o al guionista como artífice de Gladiator, al margen de entrar en valoraciones concretas sobre estas cintas, es fraccionar la visión de la realidad y eludir una más apropiada que se ajusta mejor al resultado concreto. Como productor, Burkheimer tiene en su currículo una innumerable ristra cuya tónica general anda entre los Bad Boys, Armageddon, Con Air, el Bar Coyote o Pearl Harbour. Como director, Fuqua tiene tras Training Day un claro ejemplo de por qué en Rey Arturo fallan tantas cosas en Lágrimas del Sol. Ambas ofrecen la misma falta de orientación en cuestiones de ritmo y forma de rellenarlo a base de banda sonora y comparten un obvio desprecio a las proporciones en batallas y facilidad por la resolución inocente y arquetípica. Intenta con las dos crear héroes valientes que toman decisiones entre heroicas e incomprensibles, separar a los buenos buenísmos y a los malos malísmos por una línea de perspectiva infantil donde todo se resolverá de acuerdo con los cánones del clasicismo más ortopédico.
Y finalmente, si citar Gladiator no debería ser tampoco para alabar una carrera –más cuando Ridley Scott estaba tras la cámara-, Franzoni tiene en el caso de la arriba nombrada Amistad el fiel reflejo de lo que aquí es capaz a lo largo de dos horas: permanentes discursos lanzados a diestro y siniestro en nombre de la libertad y otras maravillas ideológicas, dando contenido a un premanente sermón que se sucede entre travesías o cabalgatas en búsqueda de un enfrentamiento irrelevante.
Desde el principio, el concepto del pulso de la cinta es una utopía entre inalcanzable y olvidada. Entre idas y venidas Arturo encontrará motivos para seguir dándole a una oratoria hueca, salpicada por un encuentro de amor tan anormal como lo son sus personajes, el aguerrido de noble cabreo y paciente pose magnánima interpretado por Clive Owen , y Keira Knightley (conocida por ser el joven amor de quien acabaría por ser Darth Vader) ejerciendo de Ginebra con la particularidad que pasa en dos secuencias de rehén moribunda a arquera semi-élfica aliada repentina de un Merlín atípico (con falta de varias duchas y poderes concretos).
Sea como sea, ni ellos ni los otros miembros de una mesa redonda que andan más que justos de carisma, justifican que por el mero hecho de situar al legendario Arturo en tiempos del imperio romano como un servicial guerrero que aspiraba a volver a su lejana Roma, den lugar a dos horas cuyo visionado requiere más redaños que sus manidas batallas. Al fin y al cabo en ellas cuenta con rivales necios y enemigos que son sólo numerosos antes y después de las luchas.