Una película que apenas concede al romance, la acción y la épica el tiempo necesario como para permitir que sea etiquetada en el apartado de producto escapista que el público espera, y en que no pocos críticos la encuadrarán perezosamente.
¿Qué puede aportar en 2010 al acervo popular una película sobre el mítico arquero que en la Inglaterra de Juan sin Tierra, allá por los albores del siglo XIII, se cuenta que osó desafiar el poder establecido delinquiendo a favor de los oprimidos? Robin Hood es uno de los arquetipos más celebrados de la cultura; tan pronto como en 1922, Allan Dwan ya había recreado inamoviblemente para el cine su iconografía y anecdotario, apuntalados en la excelente versión protagonizada por Errol Flynn en 1938 a las órdenes de William Keighley y Michael Curtiz. Robin Hood (Wolfgang Reitherman, 1973) acotó la visión animada de la leyenda. Robin y Marian (Richard Lester, 1973), la crepuscular. Y Las locas, locas aventuras de Robin Hood (Mel Brooks, 1993), la paródica.
La apuesta de Ridley Scott (director y co-productor de este nuevo film sobre Robin), Russell Crowe (protagonista y asimismo co-productor) y el guionista Brian Helgeland, es atrevida y se salda en buena medida con éxito. Pasa por cerrar el círculo y devolver al proscrito a la Historia, de donde escapó en su momento para consuelo ficticio de los oprimidos. Este Robin Hood podría entenderse como la precuela realista y comprometida, política, de sus fantasiosas aventuras en el bosque de Sherwood.
Y es que la película termina donde empiezan sus antecesoras. Sus exhaustivos 141 minutos de metraje convierten a Robin en un actor más, en ocasiones secundario, de un retablo colectivo sobre la época convulsa en la que Inglaterra, al socaire de la sangría económica y humana de las Cruzadas y de los conflictos contra los franceses, atisbó una unidad de destino y un principio remoto de democracia en la Carta Magna (1215).
La película concede al romance, la acción y la épica el tiempo necesario como para permitir que sea etiquetada en el apartado de producto escapista que el público espera, y en que no pocos críticos la encuadrarán perezosamente. Pero en realidad nos hallamos ante una reflexión, tan apasionante como en ocasiones algo didáctica y hasta discutible (sobre la labor de Helgeland como guionista ya debatimos a propósito de Green Zone), sobre los entresijos del poder, el peso de lo individual y lo colectivo en la configuración de los hitos humanos, y las complejas relaciones entre los hechos y la fabulación. Temas que Ridley Scott ya había abordado en Los Duelistas (1977), 1492: La Conquista del Paraíso (1992), Gladiador (2000) y El Reino de los Cielos (2005), aunque nunca de manera tan armoniosa.
Es hora de valorar de otra manera la carrera de un director al que se sigue tachando de esteta o de mero ilustrador, pero que tiene ya a sus espaldas una filmografía lo suficientemente amplia y variada como para percibir en ella un discurso más que interesante, en torno a personajes tan disciplinados como él mismo que escapan a las constricciones que impone su entorno una vez han atisbado sus imposturas (que ellos mismos habían contribuido a sustentar hasta entonces con sus actitudes acríticas), y que pagarán un precio muy alto por su insumisión.
Por supuesto, la perfección y el detallismo de que hacen gala todos los aspectos técnicos, así como su mirada privilegiada para enaltecerlos, se da por supuesta en Scott, pero nunca deja de asombrar. Russell Crowe vuelve a destilar, tras años de desconcierto, esa combinación de magnetismo y vulnerabilidad que tan acordes resultan a la presente interpretación del personaje. Y el conjunto de la película, en fin, es un ejemplo de espectáculo inteligente, lleno de contradicciones creativas no estériles sino fructíferas, que satisfacerá las aspiraciones del espectador de a pie, del interesado en los mitos y la Historia, y del exigente con el cine.