Se recrea en una cansada repetición de escenas que, a pesar de gozar de un excéntrico sentido del humor, detienen la posibilidad del crecimiento de la historia.
No está Grecia para vanagloriarse de casi nada por el resto de Europa, asi que el recorrido de la película Canino escrita y dirigida por Giorgos Lanthimos por algunos festivales del fantástico, sin duda habrá supuesto una sorpresa para muchos espectadores y una buena noticia para sus autores.
Sorpresa porque Canino (colmillos, en la traducción del título original) es una apuesta arriesgada a medio camino entre el humor sórdido de David Lynch y la angustia antropológica de Michael Haneke, de ahí que cierto público joven asiduo al fantástico la haya celebrado con interés y la haya premiado en algún festival.
Lanthimos hace una denuncia de la familia tradicional y patriarcal, que aún es un baluarte en su país, a través de un juego macabro. El juego de un padre que aisla en una casa idílica, un chalé en las afueras de la ciudad, a su esposa, su hijo varón y su dos hijas, construyendo para ellos un mundo ficticio en el que cualquier tema considerado tabú es reemplazado por un ingenuo juego que mantiene a sus hijos en una imbecilidad infantil a pesar de su edad ya adolescente.
La aparición de un agente externo a ese mundo cerrado, una mujer a la que contrata periódicamente para que su hijo fornique con ella como otro más de sus ejercicios gimnásticos, da al traste con ese mundo perfecto. Basta la pronunciación de las palabras "coño" o "zombie" o el préstamo de una película de video para que se desate la tormenta en las mentes frágiles de sus hijos, deshaciendo su hitleriano sueño de pureza.
Con pocos medios pero muy bien aprovechados, Lanthimos monta una puesta en escena en base a planos fijos y encuadres aberrados que logran mostrar de inmediato la anormalidad de lo que sucede en ese hogar. La ajustada interpretación de los actores hace el resto del trabajo.
Sin embargo, a pesar de contar con las piezas para que el discurso interno de la cinta levante el vuelo hacia interpretaciones políticas o sociales, Lanthimos se recrea en una cansada repetición de escenas que, a pesar de gozar de un excéntrico sentido del humor, detienen la posibilidad del crecimiento temático de la historia, de la metáfora a más altos niveles.
Se queda de ese modo Canino en un Funny games (Michael Haneke, 2007) descafeinado, una farsa sobre los rigores de un tipo de familia llamado a desaparecer, pero que en ningún momento alcanza el poderoso discurso que ha conseguido el austríaco Haneke en La cinta blanca (ídem, 2009), una película con la que se pueden encontrar muchos puntos en común.